viernes, 22 de mayo de 2009

Dependencia emocional

El teléfono está sonando pero no lo voy a coger. Ya sé quién es y por eso no lo cojo.
Este movimiento en contra, esta no acción es como clavarme una estaca en el pecho. Un exorcismo necesario. Pues si lo cojo estoy perdida.
Ahora mismo, en la distancia con que me salvan los kilómetros de este cable de cobre, o de fibra óptica, o de lo que sea, estoy a salvo. La distancia me mantiene a salvo. Pero si descuelgo... si descuelgo estoy perdida. Es esa voz... Pequeña... me llama. Pequeña.
Nunca dice mi nombre. Es muy listo. Eso se lo guarda para salvar los momentos difíciles. Para cuando no le queda más remedio. Para cuando mi alejamiento intenta volverse un poquito más fuerte que él. Y él, con la inoportuna certeza que le da el conocerme, utiliza su recurso infalible. La artillería pesada. El plomo de esa palabra pronunciada de sus labios que cae en mí como una granada de mano. Que me explota y que me ciega. Que me arranca las voluntades para dejarme a su merced. Desvalida. Derrotada.
No. Mi nombre no lo pronuncia. Me acaramela. Me ablanda con su dulzura. Sabe cuándo y en qué grado debe serlo. Me arrastra hasta él sin mover ni uno solo de sus finos cabellos. Me roba la vida y me la devuelve a su antojo. Como un muñeco de barro entre sus dedos mojados. Expuesto. Indefenso. Maleable a placer.
La culpa, el principio de mi decadencia fue una mirada. Sus ojos de lobo y la sonrisa depredadora. El peligro escrito en la piel y en cada palabra.
“Aléjate…” era la voz del instinto, luchando contra el deseo insensato y el riesgo permitido.
Sólo una vez, sólo una... Presa inocente e ingenua.
Me convertí en un despojo, en un juguete arrinconado. En una peonza que baila sólo cuando él me hace girar. Inquieta. Estática. Inerte si no me toca. Caída bajo el antojo de su propia fuerza, de sus manos poderosas.
Es la última vez. Me digo. La última.
Son estos días sin conciencia, este devenir a su merced lo que lo vuelve inadmisible. No contestaré. Seré fuerte. Sólo debo alejarme de aquí.
Mi debilidad ante su persona acumula furias en mí. Hay días que incluso sería capaz de pegarle, de arrojarme a su pecho con los puños cerrados, de maldecir cada golpe de ira en castigo por mi propia incompetencia. No pasaría nada, desde luego. No le lastimarían estos bracitos míos que apenas pueden defenderse.
Hace poco estuvo dos semanas sin llamar. Sin aparecer. Sin nada. Nada. En los ratos en que lo daba por perdido se cernía sobre mí la desolación del final. Se fue. Me abandonó. En el fondo, lo sé, es lo mejor que podría ocurrir.
No lo voy a coger. No lo haré. Me gustaría verle la cara cuando se dé cuenta de que no lo cojo. De que por una vez soy yo quien decide, la que impone su voluntad y se mantiene firme.
Ha dejado de sonar. De repente. Sé que esperaba esto pero un vacío sin fondo, un instante de pánico parece haber fundido el aire que me envuelve. Mis pensamientos desesperados luchan por evitar lo inevitable. Me pregunto qué clase de poder dicta mis actos. Tranquila... respira... sabes que esto es lo mejor, la independencia que te devolverá la vida.
En un segundo vuelve a sonar. El timbre monocorde y familiar que me liga a la esperanza, que licúa el oxígeno estancado, que devuelve el flujo a los pulsos de mi sangre. Es como un acto reflejo. Un espasmo sin control ni pensamiento, automático ante el terror de la ausencia, ante la supervivencia a cualquier precio.
No ha sido intencionado, ha sido por error... que tengo este auricular en mi oído.

-Hola pequeña... –desde más allá de la habitación, de las calles, más allá de mí misma y de mi comprensión, su voz es reconocida y aceptada. Mis ojos se cierran despacio mientras mi cabeza se inclina con pesar de esta fiebre que me descompone el alma. Me atrapó. No puedo moverme. Ni escaparme. Una densa bruma me rodea trayéndome de vuelta el anhelo más primitivo. Mi espíritu está derrotado. La reclamación es innecesaria. El silencio otorga y concede. La voz que vuelve a curar la herida la convierte en sólo un recuerdo. Se esfuman mis contornos con el susurro de dos palabras y el lejano intento de una inútil determinación disipada en el vacío.
Es tarde. Muy tarde.
Ya sólo me queda rendirme.

miércoles, 20 de mayo de 2009

Ocaso

El barreño de plástico rojo, rebosante de ropa húmeda, pesa más de lo que debiera. Trasladarlo del lavadero hasta el poyete del tendedero se ha convertido en una prueba de resistencia. ¿Desde cuándo? No lo recuerdo. Todo ha sido progresivo. Pausado pero implacable.
Tengo que descansar, unos instantes, antes de empezar a tender. Ahora es cuando mis manos comienzan a quejarse al contacto con el frío y la humedad. Es algo a lo que uno se habitúa, el dolor. Lo que no quiere decir que sea más soportable sino que llega un momento en el que te das cuenta de que algunas cosas son inevitables, como tu propia e individual degeneración. Y te resignas.
Cierro la ventana para ahuyentar el viento de enero y los malos augurios. En la casa hay silencio pero hace tiempo que no lo escucho. Recuerdo… me gusta recordar cuando Maribel me traía sus niños. Pequeños rufianes que me volvían loca. Eran como un soplo de vida para mi alma decrépita. Hace mucho que no los veo. Se me ocurre que en el ocaso de la existencia uno comienza a vivir más desde los demás que desde uno mismo. Incapaces de crear propias experiencias, cogemos prestadas las ajenas, como quien vive la historia del libro que lee.
Camino hasta la cocina y guardo el barreño en el armario. Una de las puertas ha comenzado a desvencijarse en solidaridad con su dueña. Nadie va a venir a arreglarla. Tampoco haría falta. Qué más da una puerta. Un grifo que gotea. Una pared que se desconcha. Qué más da. Cuando uno llega a estas edades deja de ver esas cosas.
Cojo las patatas que compré a mediodía y con el cubo de la basura delante me siento para pelarlas. Esta es otra historia, sentarse. Cada vértebra me hace un reproche, una regañina por los excesos de mi juventud. En aquella época no protestaban tanto.
Conforme voy pelando me acuerdo de Domingo y de sus gustos para la tortilla de patatas. Muy hecha, con el huevo bien cocido y la cebolla bien dorada. Casi no me doy cuenta, pero he pasado tanto tiempo cocinando para él que ahora que no está no sé hacerlo para mí. Acabé, por así decirlo, por tener sus mismos gustos. Y ahora ni siquiera se me apetece preguntarme cómo me gusta a mí, realmente.
He pelado demasiadas, como siempre. Y como siempre guardaré las sobras en el frigorífico. Y como siempre mañana me olvidaré de revisar la comida que tengo guardada y volveré a comprar para el almuerzo.
Me hacen bien, sin embargo, estos vacíos en la memoria que me obligan a salir. Qué sería de mí si no lo hiciera. Maribel me lo recuerda cuando viene, que salga, cada día, aunque ella cada vez viene menos. No puedo reprochárselo. Es joven, lo que significa que le sobran fuerzas y le faltan ganas para visitar a una vieja. Yo tampoco lo haría si estuviera en su lugar. Si estuviera en su lugar… qué haría. Es curioso, pero ahora que lo pienso, no me arrepiento de nada de lo que he hecho, ni siquiera de aquello en lo que pude equivocarme. Y sin embargo, y quizá sólo sean caprichos de esta mente caduca, sí me lamento por lo que dejé escapar. Por aquello que no aproveché.
Almuerzo sola en compañía del televisor. Sintonizo un programa que ponen sobre esta hora que me gusta mucho. Salen mujeres, algunas casi de mi edad, buscando marido. Qué gracia me hacen. Lo mejor de todo es que algunas hasta lo encuentran. Yo ya no estoy para estas tonterías.
Recojo la mesa y deambulo hasta la cocina nuevamente. Mis idas y venidas por la casa se asemejan más a una penitencia que al paso cotidiano de los quehaceres. De fondo, se siguen escuchando las risas que salen desde el plató y llegan hasta mi salita. Me acompañan en mis tardes solitarias. Friego los platos, intentando ignorar nuevamente el agua sobre mis articulaciones desgastadas, limpio la cocina y vuelvo a la salita, y me siento frente al televisor en un sillón reclinable que me trajeron Maribel y su marido poco después de la muerte de Domingo. Es lo más nuevo que hay en la casa. Tiene una zona acolchada, en la parte de los pies, que se alza para tumbarse, pero como no sé abrirla, nunca la uso.
Me gustaría coger un libro y leer algo, pero fijar la vista en esas cositas tan pequeñas me cansa demasiado. Antes lo intentaba. Ya no. Ahora acaba el programa y comienza un documental de viajes. Me gustan estos documentales. Salen gentes muy lejanas, aguas muy azules, pueblos de colores que ya jamás visitaré. Mientras el narrador, un joven que tendrá los mismos años que Maribel, va mostrando las calles de una ciudad, el sol se abre camino a través de mi ventana. Con sigilo, comienza a calentar mis huesos. Con el sonido de fondo del joven viajero voy cerrando los ojos, intentando reposar el cansancio de muchos años en una sola siesta de invierno. Cuando despierte ya estará atardeciendo. Quizá llame Maribel, y si no llama, quizá planche un poco. Me entretendré en hacer la cena. Me quitaré esta ropa y me pondré el pijama. Cuando anochezca vendrá Javier, un muchacho que vive en el tercero, para bajar, como cada día, mi bolsa de basura a cambio de un euro. Y cuando se marche me iré a dormir. Asentaré mi cuerpo en mi mitad del lecho, respetando aún el hueco vacío de Domingo. Pondré su radio en mi mesita para que me hable mientras duermo. Pero antes un pensamiento. Un ruego y una oración. Por Maribel y su marido. Por mis nietos. Por mis padres, mis hermanos y por Domingo, que ahora está con ellos. Y por mí misma, para que me los encuentre, cuando quiera Dios que sea que vuelva a verlos.

martes, 19 de mayo de 2009

Autodeterminación

Es domingo. El último domingo de mayo. Y tengo diez años. Ya conozco el ritual: cuando mamá se levante vendrá a mi cama y me despertará con un beso y caricias en mi cabeza. Sus palabras dulces intentarán hacerme más llevadero el trance del mundo inconsciente al mundo tangible y yo me daré la vuelta entre protestas para dormir un poquito más. Ella, cual magnánima reina y gobernadora me concederá ese ratito en dispensa mientras comprueba, por enésima vez, que está preparado mi traje. Mi traje de comunión.
No debo demorarme mucho para no hacerla enfadar. La paciencia materna, en contra de la opinión común, tiene unos límites muy definidos. Aunque por ser hoy día tan especial quizá me conceda el beneficio de su comprensión un poco más allá de lo que me tiene acostumbrado. Me ofrecerá mi desayuno favorito que yo apenas tocaré debido a los nervios. Me duchará a conciencia y yo me dejaré hacer, balanceándome entre sus manos firmes que me limpian con la esponja, que me secan con la toalla, que me perfuman con colonia.
Todos se arreglarán con prisas. Que dónde has puesto los gemelos, que mira el lazo de los zapatos de la niña que se ha despegado, que vamos a llegar tarde… Y luego, por fin en el coche, mi madre volverá su mirada atrás, hacia mi hermana y a mí, y con su sonrisa deslumbrante me preguntará: -¿Estás nervioso cariño? No pasa nada. Sólo piensa que vas a estar con tus amigos. Ya habéis ensayado esto muchas veces. Será como siempre. Tú tranquilo y verás que todo sale bien.
Pero yo no responderé, porque los dos sabemos de qué estamos hablando y lo que ella no sabe es que es precisamente eso, encontrarme con mis amigos, mis compañeros de colegio, mis primos, y todos los adultos que te miran sonrientes como si hoy fueses una persona diferente al resto de los días, que no lo soy. Y su atención, y las bromas, y las risas, y el pellizcarme las mejillas como hace el abuelo, y todos que me dicen “¡Pero qué guapo!” y mis amigos que estarán jugando en la puerta de la iglesia y me verán llegar y entraremos todos solos, sin familiares, y la iglesia que aún estará vacía será ocupada por nosotros , cada uno con su papel en la mano, con su guión protagonista en la representación de hoy. Y será eso, eso más que nada, la responsabilidad de la independencia, cuando cientos de ojos te vigilan y tú, que aunque te lo sabes de memoria no puedes evitar sudar y rascarte las manos deseando quitarte los guantes, sabiendo que no puedes, que aún te quedan dos horas, ciento veinte minutos de desesperada atención continua y que acrecientan el nerviosismo que te lleva a lo que tú ya sabes, y como ya lo sabes no puedes evitarlo, y como no puedes evitarlo sucede, y cuando sucede ya puede venir el fin del mundo que nadie te libra del bochorno ni de las burlas que serán comentadas durante los años venideros, y hasta es posible que a mis hijos les cuenten cómo su padre sufrió de incontinencia urinaria el día de su primera comunión.
Por eso mi madre hoy no va a despertarme. No me encontrará en la cama. No me preparará ningún desayuno, ni me limpiará ni me vestirá. Porque hoy, antes de que amaneciera, he cogido sus llaves y he huido de casa. He cogido el primer autobús que me llevase a la playa y aquí estoy, esperando a que me encuentren. Porque lo harán, estoy seguro, pero será demasiado tarde. Y ya no habrá ceremonia multitudinaria, ni familiares alrededor, ni mis amigos jugando en la puerta de la iglesia. Haré mi primera comunión un domingo cualquiera, sin fiesta ni celebración. También recibiré mi castigo. Sufriré la ira de mi padre, y el sufrimiento acongojado de mi madre, ése que te llega muy adentro, hasta el alma misma de los remordimientos y que te convierte por un instante en la persona más ruin de la tierra. Estaré un mes, quizá dos, sin salir de casa y casi sin jugar. Y pese a todo, también, recibiré mis regalos, y nos iremos de viaje este verano, pues los billetes ya están comprados y nadie quiere perdérselo. Y yo me habré librado del mayor bochorno de mi vida, como aquel niño, el hermano mayor de un compañero de otro curso, a quien huir le funcionó. Así que a mí también.

En compañía

Elena conduce por una carretera secundaria, experimentando por primera vez la sensación de libertad que le proporciona el guiarse a sí misma al volante de un vehículo con sus recién estrenados dieciocho años.
Hace una mañana clara y alegre, acorde con su ánimo y sus ganas de exprimir la vida.
En el camino, a un lado de la carretera, hay un joven haciendo autostop. Elena para y el joven sube al coche, sonriente, y le da las gracias. Ella lo mira. Es guapo. O más que guapo, atractivo. Puede que tenga su misma edad. Porta una mochila ligera y ropa informal. Elena arranca de nuevo y emprende la marcha. Entonces comienzan a conversar. Se presentan. Se interesan el uno por el otro y pronto también bromean. Se ríen juntos. Comentan el paisaje, las casas y las gentes que van dejando atrás en la carretera. Se hacen compañía.
A veces, a pequeños ratos, se produce algún silencio que a ninguno de los dos incomoda. Al poco, vuelven a dialogar. Se cuentan anécdotas, pequeños retazos de su vida. Vuelven a reír. Pero, conforme el camino se alarga, van perdiendo conversación. Ya lo saben todo el uno del otro y los silencios comienzan a ser cada vez más prolongados. Por fin, el joven le pide a Elena que pare, que lo deje allí mismo para que lo recoja un coche distinto, con un conductor distinto que lo lleve a otro lugar. Elena está de acuerdo y para a un lado. El joven baja. Ambos se despiden. Y Elena continúa sola su camino por la carretera secundaria.

Elena conduce por una carretera secundaria una mañana de nubes grises. Apenas se fija en el paisaje ni en la conducción. A sus veinticinco años ya ha adquirido para ella el hecho de conducir la cualidad de hábito mecánico, que ejecuta sin pensar. Va reflexionando sobre una decisión importante que tiene que tomar a esta altura de su vida.
Como no acaba de decidirse, resuelve relajarse y dejarlo para otro momento. Es entonces cuando ve a un hombre que le hace señas desde un lado de la carretera. Elena para el vehículo y el hombre le pide que lo lleve. Elena accede, como hiciera siete años atrás con aquel joven y el hombre, sonriente, entra en el vehículo y le da las gracias. Es un hombre bien vestido. Formal. Quizá tenga unos diez años más que Elena, pero eso a ella no le importa. Le gusta y disfruta de su compañía mientras sigue conduciendo. Conversan sobre infinidad de temas. Es un hombre culto y eso a Elena le fascina. Es capaz de hablar de cualquier cosa incluso al detalle. Ella lo escucha, atenta y admirada, pero pronto comprende que no le presta atención, que tan sólo se dedica a hablar, a exponer sus conocimientos ante ella, sin importarle realmente lo que ella opine. A los pocos kilómetros Elena está cansada de escuchar a aquel hombre y prefiere seguir conduciendo sola. Así que se lo dice y para el vehículo a un lado del camino. El hombre, sorprendido, no entiende la decisión de Elena, pero acaba accediendo. Se baja del coche e intenta, asomado a la ventanilla, que Elena cambie de opinión. Ella no lo hace. Le dice adiós y reemprende la marcha.

Elena conduce su vehículo por una lluviosa y angosta carretera secundaria. El barro, adherido a las ruedas, muestra el surco de su paso por aquel camino. Pero Elena no lo ve. Ni siquiera se da cuenta de la lluvia, tan absorta como está en sus problemas personales, que parecieran multiplicarse con el tiempo. A sus treinta y dos años todo le parece muy complicado y más difícil de resolver. Es tanta la concentración que lleva en sus conflictos íntimos que casi pasa de largo al hombre que está sentado de espaldas a la carretera. No se mueve. Se limita a contemplar estático el horizonte. Se encuentra a la intemperie y la lluvia ha calado su ropa por completo. Ni siquiera lleva un chubasquero, pero nada de esto parece importarle.
Elena para a su lado y lo observa. El hombre ni siquiera se da cuenta de ello. Ella baja la ventanilla y lo llama. El hombre se vuelve, con calma, y la mira. Se miran, pero ella no ve nada en sus ojos. Ni siquiera tristeza. Pareciera que el hombre hubiera traspasado ese estado de melancolía y hubiera llegado a otro estado en el que ya no hay nada. En sus ojos hay nada.
Elena le invita a subir al coche y el hombre, tras meditar unos segundos, accede. El agua y el barro que lleva consigo impregnan el asiento y el suelo de su coche, pero a Elena eso le trae sin cuidado. El hombre no habla, así que ella decide iniciar una conversación. Al principio el hombre sólo escucha, pero pronto se anima a participar. Poco a poco, se abre a ella. Conversan de forma sosegada, o callan, compartiendo el silencio. Y algo muy extraño sucede en ambos, pues por primera vez sienten paz. Y en paz conduce Elena, en compañía del hombre. Pero algo inesperado, repentino, turba la conducción. El cielo se despeja de repente y Elena comprueba que se ha equivocado de camino. Para, intentando orientarse y arranca de nuevo corrigiendo el rumbo. El hombre, sin embargo, le pide que lo deje allí. Ella lo mira sin comprender, pero el hombre insiste, así que Elena lo deja marchar.
El hombre se baja y se sienta allí mismo, de espaldas. Elena se queda unos minutos, casi horas, contemplándolo. El hombre no se mueve. Una profunda tristeza de pérdida y soledad la invade cuando emprende la marcha. Por el espejo retrovisor aún puede ver al hombre sentado, mirando al infinito.
En el camino de Elena, comienza otra vez a llover.

lunes, 18 de mayo de 2009

Fauna de bar

A la izquierda, en la mesa uno, un matrimonio cuarentón. O cincuentón. No sé. Lo que es evidente, lo que resuena en el espacio circundante a su tedioso e insoportable hastío, son sus inútiles y penosos intentos por recobrar el ánimo que hace muchos, muchos años tuvieron. Otra pareja que intenta recuperar lo imposible. Que intenta tener los años que ya nunca tendrán, obcecados en la farsa desdichada y patética de no saber aceptar que están hartos el uno del otro. Que ya no les mueve nada. Que cualquier cosa sería mejor (y cuando digo cualquier cosa me refiero a cualquier cosa) que ir muriendo lentamente en cada noche de sábado.

Un poco más allá, a escaso metro y medio y abstraídos de todos los habitantes de este claroscuro tugurio, una pareja joven. Veinte y tantos. El contraste es trágico y aniquilador cuando, en la distancia donde yo me encuentro, se pueden observar ambos escenarios. Las ganas contenidas de ir más allá de lo decorosamente aceptable en un bar (que es poco menos de lo que puedan hacer a solas), las miradas y los labios encendidos y ese miedo angustioso (y por otra parte lógico) a perderse mutuamente. Disfrutad, disfrutad… les digo. Poco pueden sospechar que en menos tiempo del que imaginan serán absorbidos, sin salida y sin remedio, por la decadente espiral que ya ha engullido cada minuto de la vida de sus vecinos de al lado.

En la zona de juego, un pequeño grupo de adolescentes ha tomado posesión de las máquinas de billar. Se ríen. Se ríen por todo, hasta de lo que no tiene gracia. También se pelean, pero sólo de palabra. Qué fácil es marcar las etiquetas y distinguir el papel de cada cual. Está el gracioso. Evidentemente. En todos los grupos siempre hay un gracioso, si no dos. Luego está el gafe, el tonto, el invisible…Observo uno que me llama la atención: el pasota. Éste siempre me ha gustado, porque en realidad no es que pase de todo, sino que simplemente debe actuar como si nada le importara, aunque le importe, por la sencilla razón de que el puesto de honor ya estaba cogido, por supuesto, por el líder. Yo a éste lo llamo el chulillo, porque a esa edad ser líder de tu grupo de amigos se consigue sólo a base de chulerías.También hay muchachas. Claro. Muchachas que compiten entre sí por la atención del sexo opuesto. La que tiene pecho se pone un escote. La que no lo tiene, una mini minifalda. Incluso hay alguna que lleva de los dos.Yo no me veo en ninguna de ellas. Era de esa rara especie que no compite y por tanto, es ignorada, como el invisible. Me da la impresión de que las cosas no han cambiado tanto, pues sigo pareciendo invisible. Nadie me mira. Ni siquiera el barman. La pareja del tedio está sumida, por separado, en sus propios pensamientos. La pareja joven… bueno, no hace falta decir que la pareja joven ni siquiera sabe que hay otras personas en el bar. El grupo adolescente… no, tampoco me mira. No soy más que un icono, una pieza del mobiliario conocido de la noche del fin de semana. Alguno, alguna vez, me ha dirigido una mirada curiosa. Pero sólo eso.

Otras parejas conversan en la barra, a pocos metros de mí. Un hombre solo, el coleguilla del barman, intercambia algunas palabras con él mientras siguen con atención el partido australiano de tenis que están retransmitiendo en directo en el televisor de plasma. Pido otra cerveza. La última de esta noche. Mientras es servida, el barman se pierde un punto magnífico del posible ganador. Hace una mueca, molesto, pero se aguanta. Después de todo, soy un cliente y éste es su trabajo. Ya es hora de volver a casa. Me digo. Ahora que aún puedo encajar (aunque no en el primer intento) la llave en la cerradura. La televisión comienza a moverse en ondas desconcertantes y las voces ajenas se convierten en el ruido ensordecedor de mi propia culpa. Es falso eso que dicen por ahí que beber te hace olvidar.

Liquido mi noche. Salgo del bar. El aire es claro y mi mente turbia. Nadie me espera. Es algo normal. La invisibilidad es un estado al que uno termina acostumbrándose.