martes, 19 de mayo de 2009

En compañía

Elena conduce por una carretera secundaria, experimentando por primera vez la sensación de libertad que le proporciona el guiarse a sí misma al volante de un vehículo con sus recién estrenados dieciocho años.
Hace una mañana clara y alegre, acorde con su ánimo y sus ganas de exprimir la vida.
En el camino, a un lado de la carretera, hay un joven haciendo autostop. Elena para y el joven sube al coche, sonriente, y le da las gracias. Ella lo mira. Es guapo. O más que guapo, atractivo. Puede que tenga su misma edad. Porta una mochila ligera y ropa informal. Elena arranca de nuevo y emprende la marcha. Entonces comienzan a conversar. Se presentan. Se interesan el uno por el otro y pronto también bromean. Se ríen juntos. Comentan el paisaje, las casas y las gentes que van dejando atrás en la carretera. Se hacen compañía.
A veces, a pequeños ratos, se produce algún silencio que a ninguno de los dos incomoda. Al poco, vuelven a dialogar. Se cuentan anécdotas, pequeños retazos de su vida. Vuelven a reír. Pero, conforme el camino se alarga, van perdiendo conversación. Ya lo saben todo el uno del otro y los silencios comienzan a ser cada vez más prolongados. Por fin, el joven le pide a Elena que pare, que lo deje allí mismo para que lo recoja un coche distinto, con un conductor distinto que lo lleve a otro lugar. Elena está de acuerdo y para a un lado. El joven baja. Ambos se despiden. Y Elena continúa sola su camino por la carretera secundaria.

Elena conduce por una carretera secundaria una mañana de nubes grises. Apenas se fija en el paisaje ni en la conducción. A sus veinticinco años ya ha adquirido para ella el hecho de conducir la cualidad de hábito mecánico, que ejecuta sin pensar. Va reflexionando sobre una decisión importante que tiene que tomar a esta altura de su vida.
Como no acaba de decidirse, resuelve relajarse y dejarlo para otro momento. Es entonces cuando ve a un hombre que le hace señas desde un lado de la carretera. Elena para el vehículo y el hombre le pide que lo lleve. Elena accede, como hiciera siete años atrás con aquel joven y el hombre, sonriente, entra en el vehículo y le da las gracias. Es un hombre bien vestido. Formal. Quizá tenga unos diez años más que Elena, pero eso a ella no le importa. Le gusta y disfruta de su compañía mientras sigue conduciendo. Conversan sobre infinidad de temas. Es un hombre culto y eso a Elena le fascina. Es capaz de hablar de cualquier cosa incluso al detalle. Ella lo escucha, atenta y admirada, pero pronto comprende que no le presta atención, que tan sólo se dedica a hablar, a exponer sus conocimientos ante ella, sin importarle realmente lo que ella opine. A los pocos kilómetros Elena está cansada de escuchar a aquel hombre y prefiere seguir conduciendo sola. Así que se lo dice y para el vehículo a un lado del camino. El hombre, sorprendido, no entiende la decisión de Elena, pero acaba accediendo. Se baja del coche e intenta, asomado a la ventanilla, que Elena cambie de opinión. Ella no lo hace. Le dice adiós y reemprende la marcha.

Elena conduce su vehículo por una lluviosa y angosta carretera secundaria. El barro, adherido a las ruedas, muestra el surco de su paso por aquel camino. Pero Elena no lo ve. Ni siquiera se da cuenta de la lluvia, tan absorta como está en sus problemas personales, que parecieran multiplicarse con el tiempo. A sus treinta y dos años todo le parece muy complicado y más difícil de resolver. Es tanta la concentración que lleva en sus conflictos íntimos que casi pasa de largo al hombre que está sentado de espaldas a la carretera. No se mueve. Se limita a contemplar estático el horizonte. Se encuentra a la intemperie y la lluvia ha calado su ropa por completo. Ni siquiera lleva un chubasquero, pero nada de esto parece importarle.
Elena para a su lado y lo observa. El hombre ni siquiera se da cuenta de ello. Ella baja la ventanilla y lo llama. El hombre se vuelve, con calma, y la mira. Se miran, pero ella no ve nada en sus ojos. Ni siquiera tristeza. Pareciera que el hombre hubiera traspasado ese estado de melancolía y hubiera llegado a otro estado en el que ya no hay nada. En sus ojos hay nada.
Elena le invita a subir al coche y el hombre, tras meditar unos segundos, accede. El agua y el barro que lleva consigo impregnan el asiento y el suelo de su coche, pero a Elena eso le trae sin cuidado. El hombre no habla, así que ella decide iniciar una conversación. Al principio el hombre sólo escucha, pero pronto se anima a participar. Poco a poco, se abre a ella. Conversan de forma sosegada, o callan, compartiendo el silencio. Y algo muy extraño sucede en ambos, pues por primera vez sienten paz. Y en paz conduce Elena, en compañía del hombre. Pero algo inesperado, repentino, turba la conducción. El cielo se despeja de repente y Elena comprueba que se ha equivocado de camino. Para, intentando orientarse y arranca de nuevo corrigiendo el rumbo. El hombre, sin embargo, le pide que lo deje allí. Ella lo mira sin comprender, pero el hombre insiste, así que Elena lo deja marchar.
El hombre se baja y se sienta allí mismo, de espaldas. Elena se queda unos minutos, casi horas, contemplándolo. El hombre no se mueve. Una profunda tristeza de pérdida y soledad la invade cuando emprende la marcha. Por el espejo retrovisor aún puede ver al hombre sentado, mirando al infinito.
En el camino de Elena, comienza otra vez a llover.

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