martes, 21 de julio de 2009

Equilibrio

Hoy soñé con un extraño
que no era ni más alto ni más guapo
ni más feo ni más bajo
sólo era un extraño
y en él me miraba
y me veía diferente
en un camino nuevo
y era más yo que nunca
y todo estaba en equilibrio
y al despertar ya no me dolías
y todo estaba en equilibrio

lunes, 20 de julio de 2009

El marido de tía Gloria

Dice mi madre que el marido de tía Gloria fue un hombre que vivió y murió enamorado, y que a pesar de todas las penurias que pasó por culpa de su mujer, jamás dejó de amarla. Mi padre, en cambio, dice que era un calzonazos y un cobarde, y que debería existir un calificativo que diferenciara a los hombres de verdad de aquéllos como mi tío.
Yo creo, que los dos están equivocados.

Mi tía Gloria era una mujer muy poco convencional, y no sólo para su época. Si las murmuraciones pudieran convertirse en hojas impresas, mi tía podría haber empapelado por entero la catedral, por dentro y por fuera. Conocidos son de todos el río de amantes que pasó por su cama y las vueltas y cambios de parecer, a capricho y sin razón, que traían por la calle de la amargura a mi pobre tío.
Seis veces cambiaron de casa. La primera era muy fría. La segunda muy calurosa. La tercera muy ruidosa, y la cuarta, demasiado alejada de todo. Sobre la quinta y la sexta, aunque las excusas que pusieron fueron, primero, estar más cerca del trabajo de mi tío, y, después, más cerca de la familia de ella, parece ser que la verdadera razón fue por causa de aquel hombre, su último amante, de quien se enamoró realmente y por primera vez en su vida, y quien al final acabó con ella.
Mi tío, mientras tanto, y a sabiendas del uso arbitrario e infantil que hacía tía Gloria de la vida de ambos, aceptaba –que sepamos sin rechistar- cada nuevo aire o acompañante nocturno que a ella se le antojara. Las primeras veces, dice mi madre, fueron las más difíciles. Nos consta que la quería, al menos al principio. Cuántas veces me habrán relatado la boda de mi tía, aquello de “Fue la única vez que se recuerda en toda la familia que las lágrimas de felicidad las vertía el novio y no la novia”, y mi tía, hermosa y deslumbrante, sonriente y encantadora como sólo ella sabía serlo, encandilando a los invitados con una dulzura natural que sacaba, cuando quería, sólo Dios sabe de dónde.

Las idas y venidas comenzaron, según comentan, al segundo año de casados. Mi madre, me contó en confidencia que la vez que mi tío se enteró de lo infiel de su esposa, ella estaba con él, puesto que fue a buscarla porque tía Gloria estaba tardando más de lo acostumbrado. Cuando aquella noche, buscándola entre las calles, la vio al fin a lo lejos, caminando abrazada a otro hombre y entrando en otra casa, dice mi madre que mi tío cogió su rabia y su tristeza y esperó, calle abajo, a que saliera. Según mi madre allí pasó toda la noche, llorando por el amor roto que acababa de hacer pedazos su corazón. También me contó que a pesar de ello, y entre lágrimas de impotencia, aún le quedaba hueco para preocuparse por ella, y que se lamentaba de la inconsciencia de mi tía, quejándose porque, decía, se había ido con “cualquiera que vete a saber lo que podría hacer con ella si se le antojaba”. Y así esperó, triste, enfermo y preocupado, y vigilando el lugar, no vaya a ser que le fuera a pasar algo a su mujer.

Mi tío, como era de suponer, intentó recuperar su matrimonio. Dicen que habló con ella, que intentó cambiar. Que comenzó a complacerla, más si cabe, en todo lo que ella quería. Mi tía, por su parte, parecía querer enmendarse y hasta dicen que lo intentó, que trató de encontrar en su marido lo que sólo encontraba en otros hombres. Pero, tan cierto como que la cabra tira al monte, y el río al mar, la reincidencia de mi tía era sólo cuestión de tiempo. No le faltó, sin embargo, un poco de compasión con mi tío, ajado por la desilusión y la apatía, y comenzó a salir a escondidas de él, por no hacerle daño y por que no se preocupara, esperando a la madrugada y al sueño profundo de su marido para escabullirse. Él, cuando se dio cuenta, se enfadó con ella. Pero consciente de que aquello no había forma de remediarlo, resolvió asegurarse personalmente de que nada le ocurría, y terminó por llevarla él mismo, para que no fuera sola, y recogerla, cada vez que salía.

Al final… pasó lo que tenía que pasar. Mi tío, enamorado o no, seguía siendo un hombre que necesitaba cubrir unas necesidades, y acabó saliendo con otra mujer. Una camarera de un bar cercano al puerto, que le dio el cariño y la compañía que le negaba su esposa, y con quien terminó casándose un año después de la muerte de aquélla. Un año que guardó de luto y por respeto a quien le había hecho tanto daño, comportándose como es debido hasta después de su muerte.

Sobre mi tía y su último amor, sólo sé que fue el principio de su decadencia. Cuando él la abandonó –el primer abandono que sufrió de ningún hombre en toda su vida-, jamás volvió a recuperarse. Dejó de salir. Dejó de comer. Dejó de hacer y recibir visitas, y acabó enfermando. Y mi tío la cuidó hasta el último minuto de su vida. Dejándola sólo en los ratos en los que mi madre se llegaba a sucederle para los cuidados; ratos que él aprovechaba para visitar a su querida, que en la discreción y la confianza mutua lo esperaba pacientemente.
El porqué no se deshizo de mi tía cuando pudo, o porqué no la acusó públicamente para despecharla como mujer infiel… Según mi madre, fue por amor. Según mi padre, por cobardía. Pero yo creo que fue por bondad. Creo que mi tío tenía un corazón tan grande, que incluso en la miseria de una persona tan egoísta como fue mi tía en vida, pudo ver más allá de las apariencias y descubrir a un ser indefenso y frágil, abandonado, igual que él, por la persona que amaba, y necesitado de más amor y cuidados de los que él había necesitado jamás.
No la abandonó, a pesar del daño, y a pesar de haber encontrado otro hogar en el que era querido y necesitado. Se dedicó a confortarla y comprenderla, y a darle el cariño que ella no había sabido darle a él.


Mirando atrás, me resulta curioso que una mujer como mi tía, que había vivido para sí misma y a quien no parecía importarle nadie salvo su propia persona, acabara sus días muriendo por amor.
De su último amante, poco se sabe. Dicen que mi tío lo conoció cuando fue a buscarlo la noche en que murió su esposa, y que le dijo No te la merecías, pero te la has llevado.

Incluso después de su muerte tuvo la dignidad de defender ante el amante el valor de su esposa.

Después de aquello, vivió sus días en paz

Misterios de mi vida: misterio número 1

Tendría seis o siete años, no más, y era una tarde de verano. De esas tardes en las que el sol castigaba a conciencia la ropa tendida y la pintura de los portales, y la siesta, acatada de forma religiosa y en masa, se dilataba en horas delante del televisor.
A poco que uno se molestara en escuchar, se podía oír con claridad la recogida de platos y la sintonía final del Telediario sonando en todas y cada una de las casas. En la calle, nadie. Sólo yo. Huyendo de un hogar con más gente que espacio y en el que, a esta hora, no había hueco ni paciencia para juegos infantiles.

Llevaba, en una mano, una pelota de tenis. En la otra, nada. Y ya está. Sólo necesitaba una pared a la que importunar y donde practicar una especie de pelota vasca, solitaria y repetida. Bote, mano, pared. Bote, mano, pared.

El problema, aquella misma tarde, era que no tenía pared en la que jugar. Justo el día anterior, un vecino por encima del local desocupado que me servía de frontón me había advertido, con la impaciencia y las malas maneras con que los adultos suelen dar a los niños su primer aviso, que me fuera a botar la “dichosa pelotita” a otra parte. Y yo, obediente, me había ido a otra parte. A mi casa, concretamente.
Pero esa tarde, ya no podía quedarme en casa. Y allí estaba. En la calle. Con pelota, y sin pared.


Vivía en el bloque de enfrente, en el bajo, una anciana (no diré adorable) llamada Lola. Lolaladelbajo. Así, todo junto. Más conocida como La Lola de España -mote posterior asignado por alguno de los más revoltosos de la calle, y sacado de algún anuncio sobre La Moda de España con el que por aquél entonces nos bombardeaba El Corte Inglés-.
Lola, como digo, vivía allí, en el bajo. A pie de calle. Con la pared de su dormitorio colindante con el área de juego infantil; la gran tentación –y las pocas luces del arquitecto- enfrente de nosotros los niños, y a la que evitábamos con la fuerza de voluntad que sólo puede dar la necesidad.
Porque nadie se atrevía a molestar a Lola. Ya fuera por la mañana, por la tarde o a mediodía. Sus regañinas eran terribles, severas. Lola era ese personaje que cada vez que se hacía presente nos paralizaba a todos, haciendo que nos preguntásemos, interiormente, si vendría por alguno de nosotros o si salía simplemente a dar un paseo.
Implacable Lola.
Solitaria Lola.


No calificaré de atrevido, ni siquiera de inconsciente, lo que hice aquella tarde de verano. Sabía que Lola estaba en casa, la había visto bajar la persiana de su cuarto un rato antes. Y sabía lo que iba a suceder. Quizá no se me ocurría nada mejor, o sólo buscaba una excusa para marcharme a casa de nuevo, pero me levanté, cogí mi pelota, y comencé a botarla contra la pared de Lola.

No puedo asegurar cuánto tiempo estuve jugando. Una hora. Dos. No lo sé. Lo único que recuerdo, y que se ha convertido en uno de los misterios más grandes de cuantos me han sucedido, es que Lola no salió a reprenderme. No salió.

Pasó la tarde. Se acabó el juego. Bajaron otros niños. Y por fin llegó el atardecer, y con él la fresca, que era esa brisa de noche veraniega que despierta calles y gentes. Las vecinas también bajaron, con sus sillas plegables a charlar en las aceras. Los vecinos al bar, por su copita en la terraza. Y Lola salió de su casa, equipada también con una silla, y sin decir nada, se sentó junto a las demás bajo la luz de las farolas.
Ni siquiera me miró. Ni siquiera parecía molesta.
Tuve un momento de reflexión, en el que decidí no volver a tentar la suerte. Y es que aquella vez, fue la primera y única que jugué en la pared de Lola.

martes, 7 de julio de 2009

Bajo las ruedas

Soy un ser de otoño en una primavera extraña.
Una figura gris en una calle desierta.
No existe comunión ni bautismo que me libere del pecado original.
Llevo el estigma de Caín pegado a la piel,
y todo aquél que la toca se contagia.

jueves, 2 de julio de 2009

Karaoke

La mano de dedos finos deja la taza sobre la mesa. Las uñas impecables, curvadas el grado ligero y exacto de la elegancia acompañan sus movimientos livianos, delicados, frágiles. No hay cabello que caiga con mayor gracia, ni nariz tan adorable y sensual, ni cuerpo tan bien formado y sugerente en toda la cafetería.
Su acompañante se relaja sobre los brazos de la silla. Sobre ambos a la vez. Desparramando su cuerpo de hombre, sus piernas de hombre, por todo el espacio que ella no ocupa.
No parece afectarle esta falta de decoro. Se encuentra por encima de las cosas mundanas, como si ni un ápice de vulgaridad pudiera tocarla.
María la imita. Imita sus gestos. Su peinado. Su forma de hablar. La imita desde que eran pequeñas. Imita hasta sus defectos. Sus escasos y encantadores defectos.
Cuando Inés peinaba sus muñecas con el cepillo de mamá, María peinaba sus muñecas con el peine de mamá. Cuando Inés se caía saltando a la comba, y se reía, María tropezaba saltando a la comba, y se reía. Las clases de danza fueron para ambas, elegidas por Inés. La carrera de enfermería la terminaron ambas, María un año después que Inés.
Cuando Inés se casó con Roberto, economista, bien situado, María comenzó a buscar marido. Lo más parecido que encontró fue a Miguel, profesor de instituto, y se casó con él.
Sentados los cuatro en la tarde de marzo, conversan sobre temas triviales con miradas triviales y sonrisas triviales. Modelo y réplica. Original y copia.
A Inés no parce importarle, es más, se diría que incluso le agrada que su hermana vaya siguiéndola, caminando por donde ella pone el pie. Grabando la historia de su vida como al dictado, como quien sigue una frase. Cantando la misma canción, usando las mismas palabras, entonando de forma obediente la melodía que va dictando su karaoke.

Las cinco y cuarto y un gesto inoportuno. Un roce desacompasado. Una muestra de cariño a destiempo, inesperada.
No es más que simple curiosidad lo que lleva a Inés a preguntar a su hermana, con la taza nuevamente en sus labios, a qué se debe ese acaramelado impulso.
Medio sonrojo, casi media sonrisa y una completa e inequívoca mirada cómplice entre amantes.

-Bueno… la verdad es que no queríamos desvelarlo tan pronto… pero ya que has preguntado… Voy a decírselo cariño –pide permiso a su derecha. Asentimiento comprensivo. Las manos abrazadas unas a otras y la emoción compartida de la noticia a punto de desvelar-. Pues que Miguel y yo vamos a tener un bebé.

La taza rueda por el suelo. Roberto salta de la silla sacudiéndose los pantalones. Inés perpleja, inmóvil, ni siquiera escucha las protestas. No dice palabra. Simplemente no lo comprende.
Miguel coge las manos de su mujer y la incita a levantarse. El brazo rodea su cintura y la risita es breve pero audible.

-Menuda sorpresa ¿no? Muchas gracias por el café pero ahora debemos irnos. Precisamente dentro de media hora vamos a hacernos la primera ecografía.

Giran para salir e Inés no se mueve. No habla. No reacciona.

Se rompió el hechizo. Terminó la música. Se acabó la fiesta.