lunes, 31 de agosto de 2009

Julia

Julia teme que el arte sea finito. Teme que las palabras se agoten; que los trazos del pincel, su grosor, textura y color, ya estén marcados en alguna otra parte; o que las notas, dispuestas en el mismo orden y con la misma duración, sean todas repetidas. Se sienta y se angustia. Un poquito pero se angustia. Y piensa si esa canción que suena en la radio no será más que una mera copia inconsciente de otra anterior que ya sonó en otra radio de otro lugar. Teme que no queden frases por decir. Que no queden historias que filmar. Y piensa en ese día, el cual prevee cercano, en el que los informativos divulguen la fatal noticia de que la creatividad ha tocado techo. Que no hay nada nuevo. Que todo lo que había por crear ya está creado. Y que los artistas están condenados a generar, irremediablemente, sendos plagios de cualquier obra anterior.

Se angustia Julia; mientras se maquilla ante el espejo el lunes por la mañana. Una ligera marca rosada, cerca del pómulo, es el último vestigio de una espinilla premenstrual y traidora que ya casi ha remitido completamente. Se centra en ella, atacándola con una ligera capa de fino polvo mate, y se olvida sin querer de su perturbación sobre la finitud de lo artístico. Ahora empieza a pensar en el autobús, el regular de las siete y cuarto, que coge cada mañana. Piensa en porqué no para el conductor un poquito más allá de la parada del parque, allí donde se bajan las dos mujeres que siempre se sientan al fondo. Todos los que viajan a esa hora saben que son limpiadoras del colegio que queda al final de la calle, a más de trescientos metros, porque todos se conocen de todos los días de todas las mañanas, y cree que no importaría que el conductor dejara un poquito a un lado las normas alguna vez, y les hiciera el favor de dejarlas en la puerta. Luego piensa que no, que no se puede ofrecer un trato especial a unos y no a otros; y que alguien, también, y de forma fortuita, pudiera estar esperando para subir justo en aquella parada. Porque a veces (pocas) recogen pasajeros desconocidos. Eventuales de paso que pagan al contado porque carecen de bono para el autobús, pues es evidente que casi nunca lo utilizan. Y resuelve que no es cuestión de saltarse nada; que la ruta está bien tal cual, y que la improvisación no cabe en la rutina de la ciudad, acomodada a hacer, decir y pensar lo mismo, día tras día.

El reloj de la plaza de la estación marca las 7:47, como es habitual, cuando Julia desciende del transporte público. Accediendo por una callejuela que queda a la izquierda, se llega a un edificio moderno inspirado en la arquitectura local del siglo diecinueve. Sus balcones de forja y las cenefas de las ventanas parecen querer continuar la estética de sus vecinos, cien años más antiguos. Es algo sobre lo que Julia ha reflexionado muchas veces: el esfuerzo (no sabe muy bien de quién) por continuar un estilo que parece dominar la ciudad. Una parada en el tiempo donde alguien, o algo, dejó clavado y establecido que a partir de entonces todo cuanto se irguiese lo hiciera bajo sus líneas; con las mismas características. Ha pensado alguna vez si habrá algo escrito, un bando de alcaldía, por ejemplo, que obligue a los arquitectos a respetar la línea de construcción precedente, encallada en aquella época, que por no sacrificar la homogeneidad de las calles, apenas permite progresar. Ha divagado sobre esto algunas veces, y aún no ha decidido si le parece bien, o si le parece mal.

En el primer piso de aquel edificio de aspecto decimonónico, entre una mampara de cristal y la pared, se encuentra su mesa de trabajo. Frente al asiento, sobre el tablero, hay un monitor, un teclado y un ratón. Debajo está el ordenador, al lado de la cajonera. A la izquierda, en una pequeña mesa auxiliar, varias carpetas descansan sobre manuales de diseño gráfico y publicidad. A la derecha del monitor hay una caja de clips, un cubilete con lápices, bolígrafos y rotuladores, una grapadora, y una alfombrilla naranja en forma de flor. En la esquina, un pequeño poto deja caer sus hojas desde el filo, añadiendo un toque de color. Plantado en la tierra de su maceta, un gnomo de barro sonríe de forma apacible mientras observa el paso del tiempo. No hay nada más a la vista. Todo está recogido y en su puesto. Las luces están encendidas y alguien acaba de poner en funcionamiento el motor del aire acondicionado, que empieza a enfriar la estancia. A lo largo de la planta van llegando dos, tres personas, que ocupan sus asientos en silencio tras breves saludos matutinos. Ninguno de ellos es Julia. Ella aún está en la plaza de la estación, con la vista vuelta hacia la callejuela. Arrastra en su mano derecha un pequeño trolley con ruedas. Sobre su hombro izquierdo lleva una bolsa de viaje. Se detiene unos segundos. Desde su posición puede ver el perfil del edificio de oficinas donde trabaja, e incluso adivinar la luz que sale de los ventanales del primer piso. Lo contempla unos instantes y luego continúa su camino, en sentido opuesto. Hoy su mesa de trabajo quedará vacía. Hoy no irá a trabajar. Hoy, esta mañana, Julia va a coger un tren.

Más allá de la tristeza

Quizá he muerto
y no lo sepa.
Una densa niebla ha pasado por encima de mí
y se ha llevado cualquier atisbo de humor que pudiera quedarme.
No recuerdo cuándo fue la última vez que reí
o lloré.
No escucho ningún sonido desde hace años.
Nadie me habla.
A nadie hablo.
He encontrado un cuarto al final del pasillo,
que está recién pintado.
Me he encerrado en él
y he rogado a gritos a través de la puerta
que no me dejen salir.

(Junio 2009)

miércoles, 19 de agosto de 2009

Es la paz

Ahora que estamos en época de vacaciones y descanso, aprovecho para afrontar pequeñas tareas pendientes que he estado aplazando a lo largo del año. Así, reorganizando un poco papeles, carpetas y cuadernos antiguos, me he encontrado con este texto que dejo a continuación. Es bastante conocido -y utilizado- en clases de religión y en el mundo católico en general. De hecho, creo recordar que fue en catequesis donde me lo entregaron, en aquel grupo al que llamaban de perseverancia, y que componíamos un pequeño reducto de niños preadolescentes recién comulgados, los que, quizá más por tradición y por no defraudar a nuestros padres, que por verdadera vocación, continuábamos, una vez por semana, asistiendo a las charlas catecumenales.
De aquel pequeño grupo que quedó tras las celebraciones de la Primera Comunión, se fueron desprendiendo, poquito a poco y a pequeños puñados, hasta quedar apenas dos o tres supervivientes que, aún poniendo toda nuestra santa voluntad, no conseguimos aguantar el tedio de la charla religiosa –que a fin de cuentas era voluntaria- más que uno o dos años. Ninguno se quedó lo suficiente para llegar a confirmarse.
De aquella época, poco queda. Ni la fe –si la había-, ni el interés ni las ganas, que eran pocas. Sólo este papel, y me atrevería a decir que milagrosamente, ha sobrevivido todos estos años conmigo. Ya ha llovido desde entonces, y mucho más desde que estas palabras fueron dichas, pero, prescindiendo de alusiones a divinidades y de creencias de las que ahora carezco, aún conserva un cierto atino, una exactitud en el mensaje, que consigue mover algo dentro de mí. Me invita a reflexionar y me transmite sosiego, pero sobre todo la tan añorada paz interior que todos buscamos.
Lo que más me gusta es el comienzo: “Hay que hacer la guerra más dura, la guerra contra uno mismo.”


“Hay que hacer la guerra más dura, que es la guerra contra uno mismo. Hay que llegar a desarmarse. Yo he hecho esta guerra durante muchos años. Ha sido terrible. Pero ahora estoy desarmado. Ya no tengo miedo a nada, ya que el amor destruye el temor. Estoy desarmado de la voluntad de tener razón, de justificarme descalificando a los demás. No estoy en guardia, celosamente crispado sobre mis riquezas. Acojo y comparto. No me aferro a mis ideas ni a mis proyectos. Si me presentan otros mejores, o ni siquiera mejores sino buenos, los acepto sin pesar. He renunciado a hacer comparaciones. Lo que es bueno, verdadero, real, para mí siempre es lo mejor. Por eso ya no tengo miedo. Cuando ya no se tiene nada, ya no se tiene temor. Si nos desarmamos, si nos desposeemos, si nos abrimos al hombre-Dios que hace nuevas todas las cosas, nos da un tiempo nuevo en el que todo es posible. ¡Es la Paz!”

Atenágoras I, patriarca de Constantinopla (1886-1972)

lunes, 3 de agosto de 2009

Camino a La Paloma

Mi mamita me cogía las manos cuando iba a dormir, y entre sus dedos despacito repasaba mis falanges. Me decía que así la noche traería buenos sueños, y que no tendría miedo a la oscuridad. Y mientras esto hacía, me contaba el cuento de Aladino y su lámpara maravillosa.
Cuando se marchaba apagaba la luz, y yo no tenía miedo, porque ella hacía magia con sus dedos, y yo llevaba esa magia en mis manos. Y soñaba con genios escondidos y con deseos concedidos. Y nada, nada, nada me perturbaba