domingo, 12 de diciembre de 2010

Sin remordimientos

No tengo crisis creativa; tengo crisis de tiempo. Me estoy dedicando a vivir. Y vivir es incompatible con la literatura.

viernes, 10 de diciembre de 2010

Comfortably numb

- El estado de bienestar… yo hace tiempo que habría mandado al cuerno ese estado de bienestar.


Amalia y Julia miran a Raquel, que sigue caminando hacia el bar, fumando un cigarrillo, como si no acabara de interrumpirlas.


Entran detrás de ella. Ninguna comenta nada. Se sientan a su lado en la misma mesa de siempre. Raquel apaga el cigarro contra el cenicero, como hace siempre, pero esta vez enciende otro y, reclinándose hacia atrás en la silla, prosigue:


- Os lo explicaré: Es esa sensación… como aquella canción de los setenta, ¿cómo se llamaba? Comfortably numb. Eso es. Yo diría que es como el estado de bienestar. Y no digo felicidad, porque la felicidad es estar por encima de eso. Así que dejémoslo en bienestar, o mejor dicho: en eso que la gente cree que consiste el bienestar.
Todo viene a partir de los… digamos treinta y pico o cuarenta. Ya estás casada, tienes hijos, un empleo estable, un marido que te quiere. Y de repente te das cuenta de que te han nacido responsabilidades hasta de debajo de las piedras. Responsabilidades con tu familia. Responsabilidades con tu trabajo. Hasta responsabilidades con tus amigos y vete a saber con quién más. Pero tú, lógicamente, sigues queriendo hacer cosas, tus cosas, igual que lo has hecho toda tu puñetera vida. Pero ahora no puedes hacerlas porque tienes que pensar en tus responsabilidades. Quieres salir, pero hay otras cosas que requieren tu tiempo y, por supuesto, debes ser responsable con aquello que tienes a tu cargo y, también, con aquél con quien te has comprometido. Y no hablo sólo del marido sino de cualquier persona que espera algo de ti. Una llamada de teléfono. La compra de algún artículo. Llevar a alguien en coche. Y no es que lo hagas a disgusto, ni mucho menos, pero te sigue quitando tiempo para tus cosas. Y como, por supuesto, eres responsable, dejas de hacer esas cosas que te gustan, porque son secundarias y no tienes tiempo que dedicarle. Así que te dedicas a lo importante. Sólo a lo importante. Y así, poco a poco, vas aprendiendo a aguantarte las ganas y a dejar para otro momento todo aquello que verdaderamente quieres hacer, aunque ese momento en realidad nunca llega. Y aquello que te fascinaba y a lo que antes acudías en el primer impulso, sin preocuparte siquiera si estaba bien o mal, ya no lo haces.
Antes, sólo sabías que querías hacer algo, que necesitabas hacer algo, y lo hacías. Y aunque a veces te equivocabas no importaba. Pero de repente ya eres mayor. No, no me refiero a la edad sino a hacerse responsable. Así que, como lo eres, ya no puedes ser impulsiva e irreflexiva. Ya no puedes ir por ahí haciendo lo que te da la gana. Todos esos impulsos te los tienes que aguantar, para adentro, sabiendo en realidad que nunca podrás llevarlos a cabo. Ya no te guías por tus deseos sino por tus deberes. Y cuando quieres mirar atrás te das cuenta de que a fuerza de aguantarte ya has perdido las ilusiones. Y se agotan, creedme. –Raquel aspira profundamente a través del filtro de su Ducados. Amalia y Julia la observan con atención. Ella les devuelve una mirada seria. Espira-. Pero lo peor de todo es cuando llega el momento en que tomas conciencia de que ya ni siquiera te importa. De que llevas aguantándote tanto tiempo que nada te importa. Y es entonces cuando puedes afirmar, con toda rotundidad, que absolutamente nada importa. Que ganar, es lo mismo que perder.

Eso es a lo que la gente llama madurar.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

La niña que ya no soy

Me gusta contemplar la vista desde mi ventana y, a veces, en noches como ésta, me siento delante con el equipo encendido y escucho un poco de música. Suelo dejar la mente en blanco, para que vague libremente por los recuerdos o fantasías que quieran venir a visitarme. Entonces recuerdo aquellos paseos camino a la biblioteca al salir del colegio. Me recreo, una vez más, con las mil y una historias de amor que me llevaron, en lecturas interminables, a pasar noches de desvelo a la luz de una lámpara. Y me pregunto qué habrá sido de aquel amor, de aquel concepto, idealizado e inocente, que a través de las novelas vivió en mí por un tiempo. Me pregunto qué fue, qué es y qué será de esa niña, revoltosa y crédula, a la que cada día que pasa me cuesta más recordar. Se aleja de mi memoria. Se desvanece. Se pierde entre un montón de luces artificiales. Y luego vuelve, como un fantasma susurrante al que puedo sentir pero nunca ver, para decirme al oído que fue feliz. Que encontró el camino a la sabiduría. Que llegó a conocer la pureza y que vivió en el anhelado y tranquilo lecho de la bondad. Y me cuenta que aún reside en él; que en realidad nunca lo abandonó y que vive contenta, muy lejos de mí.

Yo le sonrío y le mando un beso de amor, deseando que su felicidad perdure dondequiera que esté. Que conserve intacta para siempre su naturaleza espontánea y rebelde, indecorosa y vibrante, común a todos los niños. Luego miro por la ventana. Una serie de neones parpadeantes me hacen guiños en la distancia a través del cristal. La niña se ha ido y yo estoy sola, sentada escuchando música. Sé que volverá pero, cada vez, temo que llegue el día en que ya no regrese. Yo la espero. La llamo en mitad de la noche cuando hay silencio, cerrando los ojos con fuerza. Le pido que no se aleje. Le digo que la necesito. Pero ella ya no me responde. Sólo ríe mientras juega con otra cosa.

Hace mucho que esa niña y yo dejamos de ser la misma persona.

Las luces de la ciudad nocturna continúan parpadeando más allá del ventanal. El tiempo avanza. Los altavoces suenan.
La temperatura es agradable. Mañana estará despejado.
Oigo unos acordes. Empieza otra canción.
Sólo un par de temas más, antes de irme a dormir.

martes, 10 de agosto de 2010

Miedo

A veces contemplo a parejas pasear cogidas de la mano
y me resulta extraño.
Es lo que tiene vivir en lo profundo del pozo
que uno acaba cogiéndole gusto a la soledad.
Me pregunto, al observarlas, si de verdad son felices.
Me pregunto, a su vez, si de verdad lo soy yo.

Demasiadas canciones de amor suenan en la radio.
Siempre ignoro cuanto dicen.
El estado de amor es una rebelión antinatural.
Anula. Ciega. Devora.
Quizá sea cierto que he perdido la ilusión,
pero no es menos verdad que el único modo de no sufrir
es no amar.

Parejas van.
Parejas vienen.
Me aterra pensar que, en este momento, pueda estar enamorándome.

Jamás imaginé
que acabaría temiendo a la vida.

domingo, 8 de agosto de 2010

Excursión al lago Langano

Un grupo de españoles y un par de etíopes, en una destartalada furgoneta alquilada y su conductor, viajábamos camino del lago Langano, a unos 190 kilómetros al sur de Addis Abeba. Cinco horas de ida y cinco de vuelta merecerían la pena para las tres o cuatro que permanecimos allí. Y todo a pesar del empeño de quien conducía de llevarnos al estilo local (con más intuición que prudencia), por una carretera de un carril para cada sentido que, aunque bien asfaltada, soportaba un incesante tráfico de camiones que iban y venían al margen de nuestra presencia. Los adelantamientos, ya peligrosos a plena luz por la escasa visibilidad sobre los camiones que pudieran venir de frente, y a demasiada velocidad, saltaban vertiginosamente de categoría hasta alcanzar el término suicida cuando veníamos de regreso, de noche, lloviendo (incluso dentro de la furgoneta), compartiendo carretera y no necesariamente sentido de la marcha, con vehículos que definitivamente no habrían pasado la Itv en España en lo que a iluminación se refiere. No quisiera pensar en el resto de la revisión como motor, ruedas y frenos.

El paisaje que íbamos descubriendo coincidía en gran parte con lo que la televisión y el cine nos tiene acostumbrados respecto a África. Se nos abrían planicies de suelo infinito en suaves y armoniosos tonos tierra, manchados de verdor reciente y húmedo, tanto cerca como lejos, y esos inconfundibles árboles solitarios en mitad de la llanura, como colocados para construir el perfecto horizonte.

A ratos, aquí o allá, aparecían por el borde de las vías algunos caminantes guiando a su ganado (cuatro o cinco reses a lo sumo), que parecían repetirse, como la llanura y los árboles, cada tantos kilómetros. Es interesante sin embargo recordar, que a pesar del largo trayecto y de lo monótono de las vistas, no era un viaje aburrido.

Divisamos, casi a la hora de almorzar, el lago. El gran lago Langano. Un gigante. Una masa que se perdía hasta caer al otro lado del mundo. Pensé que sería sin duda un punto destacado en los mapas de África; error que comprobé días más tarde, pues ni siquiera se mencionaba, empequeñecido y desplazado por los verdaderos protagonistas de su geografía, que no llegamos a visitar, y que no llego a imaginarme.

El contraste, una vez allí, en los colores y franjas de aquella visión, era sorprendente. En la orilla, salvando los cuarenta o cincuenta metros de arena áspera, gris y amarilla, habitaba un bosque disperso y verdísimo, que terminaba en una colina empedrada, limitando las vistas a nuestra izquierda. Delante, el lago. Marrón, o mejor café con leche, parecía confundirse en el horizonte con un cielo que iba perdiendo su azul a medida que se acercaba al suelo. Y por encima de nosotros, justo encima y hacia la derecha, un banco de nubes amenazando con romper el claro de sol. El sol más directo y perpendicular al suelo que jamás he visto, y el de luz más intensa.

Nos respetaron sin embargo las nubes, pues no cayó una sola gota mientras estuvimos allí. Ni siquiera en el paseo en barca, armatoste de suave traqueteo con murmullo arrullador de motor viejo pero constante, guiado por su patrón (casi tan viejo como la barca), que nos mecía suavemente sobre el agua compacta y opaca y que acabó, como era de esperar, por dormir bajo aquel calor a las tres cuartas partes de los visitantes que subimos a la barcaza.

Fulminados llegaron a la orilla todos los niños (los primeros en caer), la mayor parte de los adultos de nuestro grupo, y todos menos uno de los orientales (seguramente japoneses) que nos encontramos haciendo turismo, al igual que nosotros, en aquel recóndito lugar.

Los lugareños, algunos bañándose en aquel mar de barro acuoso, o bailando y riendo en grupos en la orilla, no parecían hacernos mucho caso. Otros, o mejor otras, lavaban (si es que algo se podía limpiar en aquel líquido opaco) montones de ropas y telas bajo las turbias aguas y las tendían entre las rocas.

Nosotros, después del paseo y las indispensables fotos, y tras recuperarnos de la imprevista siesta en la barcaza, conseguimos que nos sirvieran, a destiempo, una buena comida tipo italiana en el único restaurante cercano, de amplios espacios y terraza, con vistas al lago.

Una vez fuera, después de los postres y para aprovechar los minutos que nos quedaran antes de tomar el camino de vuelta, nos sentamos a la sombra generosa de los lindes de aquel lugar, observando, saciados y tranquilos. Las mujeres que lavaban ya recogían las prendas, secadas bajo las horas de luz vertical. Los que antes bailaban yacían serenos, como nosotros, masticando hojas de chat. Otros, los menos, seguían nadando.

jueves, 8 de julio de 2010

Definiciones de escritor. II

Un escritor es una persona que busca la belleza. Cuando la encuentra, la escribe. Cuando no la encuentra, la escribe.

miércoles, 30 de junio de 2010

Definiciones de escritor. I

Un escritor es una persona que tiene demasiado tiempo para pensar, y lo que es peor: la capacidad y el deseo de expresarse con palabras.

lunes, 31 de mayo de 2010

Entre crisis y políticos

Pareciera que el político tuviera por oficio,
más que gobernar o dirigir una nación,
el tirarle los trastos de continuo a su oponente
o el sacarle los dientes y obtener el beneficio
de su partido, de su hacienda, su local o su razón.

Siendo, como es -o debiera ser-, persona
además de capaz, de suficiente integridad,
resulta curioso que no sea competente
para lidiar en el trabajo al lado de su oponente
y saber valorarlo con justa objetividad.

No quisiera, con esto, como tiran en la lona
arrojar mi toalla ante la adversidad,
pero tan poca fe me inspira aquél que, a diario
sigue demostrando ineptitud para gobernar,
como aquél que se dedica a poco más que despotricar
incapaz de ver nunca nada bueno en su adversario.


sábado, 17 de abril de 2010

Poema

Tantas noches para amar me tienes
en promesas reservadas; tantas,
como versos de tu amor me cantas
entre arrullos cada vez que vienes.

De mil flores llenas hoy tus manos.
De regalos. De presentes. Y éstos
a mi puerta llevarás bien prestos
para no hacer tus esfuerzos vanos.

Mas hay algo que no puedes darme
pues en necios corazones falta;
aquello que por pedirte salta

de mi alma a tu corazón de niño.

Lo que aún no sabes regalarme
no es otra cosa sino cariño.

sábado, 10 de abril de 2010

Julia (II). La mujer de blanco sobre fondo negro

Esta habitación en penumbras es mi sala de estar. El papel, con motivos florales, nunca me gustó demasiado, aunque lo cierto es que, después de tantos años, he terminado por acostumbrarme. Hay un gran mueble vitrina en el fondo. Como en casi todas las casas, contiene cerámica y cristalería que sólo se utiliza en ocasiones especiales. No me molesta tenerlo, es un bonito adorno para este cuarto, pero tampoco encuentro gusto en conservar cosas inútiles (o casi inútiles) en casa.

A la derecha hay un sofá de dos plazas. Éste sí lo utilizo a diario. Normalmente me tumbo en él para ver la televisión, o mejor: para dormir delante de la televisión. Y la televisión, como es de esperar, está justo en frente. Entre ambos, también, hay una mesa baja de cristal con un par de libros a medio leer. Pero el verdadero motivo por el que os estoy hablando, la razón por la que os he traído a esta sala, es la fotografía que hay en la pequeña mesa auxiliar, al lado del sofá. Es la fotografía de una boda. De mi boda. Fue tomada el 24 de marzo de 1975. Una húmeda mañana de primavera en la iglesia de San Nicolás. Llovía, o chispeaba, según quería el tiempo. Por eso muchos de los retratados llevan abrigos; la mayoría de color negro. El novio (el joven que está a mi izquierda) también viste de oscuro. Apenas se distingue del resto con ese traje, y la verdad es que el retablo en madera de roble que preside el altar, detrás de nosotros, tampoco ayuda mucho. El caso es que, a esta hora de la madrugada, la única luz que entra en la habitación es el pálido reflejo de una farola en la acera opuesta a mi casa, y es mi vestido, mi blanco vestido de novia, lo único que destaca en toda la fotografía.

Si hubiese suficiente luz se podría ver mi sonrisa. Una sonrisa de felicidad absoluta. Sí. El día de mi boda fue un día muy feliz. Todas las personas a las que conocía y quería estaban allí. Todos. No faltó ninguno. Y fue estupendo comprobar que todos se reunían para estar con nosotros. Eduardo (el novio) también estaba feliz. Radiante. Agarrado a mi cintura, como si el enlace no fuese suficiente y necesitara dejar constancia de nuestra unión con ese gesto. Pero todo esto, claro está, no se puede ver. Nada es distinguible a esta hora de la noche.

Un coche está cruzando la calle. Sus faros crean sombras abstractas a través del visillo. Por unos instantes, el grupo fotográfico se ve iluminado y, tan sólo por un segundo, se pueden ver nuestros rostros. Nuestras miradas sonriendo a través del tiempo. Sonriendo a la habitación. A los muebles. A las penumbras que a la vez nos contemplan. Se puede ver la mano de Eduardo sobre mi cadera. A mi tía Felisa con su nieto de tres años en brazos. A mis sobrinos sentados al pie de la escalinata.

El coche se marcha y todo vuelve a las sombras. El mueble vitrina. El sofá. La foto. Todo retorna a su posición, imprecisa y difusa, de la noche.
Me gusta contemplar los objetos en la oscuridad. Las sombras adquieren un tono gris. Más gris o menos gris. Pero siempre gris. Y los claros destacan por encima del resto, de un modo que nunca ocurre durante el día.

Son las 5:59. Pronto empezará mi jornada. Ahora mismo estoy en la cama, dormida, un minuto antes de despertar. Mientras, en la sala continúa el efecto de luz y sombras sobre la fotografía. Es un efecto curioso, que me ha llevado a lo largo de los años a observar imágenes como ésta; fotos de enlaces, sobre todo antiguas. En todas, o en casi todas, sólo hay un punto de luz. Un espectro del pasado asomándose al presente: el vestido de la mujer de blanco sobre fondo negro.

lunes, 22 de marzo de 2010

Misterios de mi vida: misterio número 2

Ocurrió en el verano de 1985. Papá había muerto a principios de aquel año y, quizá como compensación, nos llevaron a pasar el mes de julio a una residencia. Pasillos eternos con literas en todas las habitaciones. Piscina en la planicie que se abría ante la fachada. Personal de animación. Deporte para los mayores y juegos para los pequeños. Un salón buffet enorme que nos reunía a todos los huéspedes en el desayuno, almuerzo y cena, y un pequeño bosque de pinos tras el inmenso bloque principal.

Llegamos una mañana de lunes, cálida y tranquila, mi hermano Javi, mi hermana Almudena y yo. Mamá, de luto riguroso, también nos acompañaba.

Nos asignaron una habitación, austera pero impoluta, con una litera y dos camas, y con salida a la gran terraza que comunicaba toda la planta. Desde allí, desde la gran baranda que circundaba el edificio, se veían, por un lado, las altas montañas de la sierra, todavía un poco nevadas y, hacia el otro, las llanuras del valle frondoso, y las pequeñas casas blancas de Cogollos-Vega, que nos saludaban al despertar.

Mamá se levantaba temprano. Acostumbraba a caminar por los alrededores antes del desayuno. Le gustaba respirar la humedad del rocío matutino y pasear entre la neblina del amanecer, antes de que el sol de verano inundara de calor las horas centrales del día.
Casi siempre llegaba acompañada por otros huéspedes, madrugadores como ella y, charlando, abría la puerta de la habitación para acabar de despertarnos. Luego nos vestíamos, un poco a regañadientes, y bajábamos al salón-buffet.
El resto del tiempo, fuera del horario de las comidas, era un estar o hacer que cada uno se administraba como quería.

Aquella mañana, mamá había decidido marchar a una salida programada; una visita a un pueblo cercano, de calles en cuesta e iglesia medieval. Javi y Almudena, por su parte, se apuntaron a clases de tenis; que gustosamente habría secundado de no ser porque mis bracitos de diez años apenas podían aguantar, siquiera unos minutos, el golpeo de la raqueta. Así fue cómo, sola y sin nada mejor en que ocuparme, me sucedió el segundo gran misterio de mi vida.

Me encontraba en la piscina. Apenas un par de huéspedes tomando el sol y un grupo de niños compartían conmigo agua, césped y hamacas. Yo estaba en la parte honda, haciendo como que nadaba, pero sin nadar realmente. Observaba a los otros niños, que jugaban a la pelota, en la parte más baja.

Desde mi extremo me agarraba a la barra. A mi seguro salvavidas que me evitaba caer al fondo. Contemplaba a los niños, compitiendo a grandes brazadas. Sumergiéndose y volviendo a respirar. A ratos, también, me observaba a mí misma. Miraba el fondo. El suelo claro y azul a través de las ondas transparentes. El silencio de mis manos bajo el agua. De mis pies suspendidos sobre la superficie de azulejos. Mi cuerpo de niña, flotando entre cristal.

Había calma. Una calma extraña y envolvente, que borraba todo alrededor. Nada existía, salvo yo y el agua. Salvo el sol de julio y el aire, muy leve, que agitaba las hojas. Entonces sentí paz, la más extensa y absoluta que se puede concebir. Y sin siquiera pensarlo, me agarré con mis manos al filo, y sumergí mi cabeza y mi cuerpo.

Estaba bien. Muy bien. Tan tranquila como en un sueño. Con mis ojos cerrados bajo el silencio. Nada era importante. Respirar no era importante. Mis pensamientos volaban lejos. Lejos de los otros niños. Lejos de mí. Mi cuerpo estaba detenido, en algún lugar entre el espacio y la nada. Entre el ajetreo de las voces, cada vez menos audibles, de las zambullidas y de los saltos, al otro extremo de la piscina.

Una mano me sacó del agua. Era un joven adolescente de edad similar a la de mi hermano. Me observaba preocupado. Me preguntó si estaba bien.
Yo le respondí con extrañeza. Jamás había estado tan bien en toda mi vida.

Los niños habían dejado de jugar y los adultos de tomar el sol. Todos me miraban. Entonces comprendí. ¿Cuánto rato había estado sumergida?

Lo único que se me ocurrió fue echar a correr camino de la residencia.


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Es curioso cómo, a veces, la claridad y las sombras pueden invertir los sentimientos.
Aquella noche tuve miedo. Miedo al recordar. En mi mente infantil, imaginaba que era así como morían los ahogados; sumergidos bajo el agua creyendo que, en realidad, aún estaban vivos.
Me veía a mí misma devorada por las aguas y rescatada, por una suerte que no supe aventurar, gracias a la mano de aquel muchacho.

Estos pensamientos me llevaron hasta la madrugada. La oscuridad dio paso a la luz y, por fin, trajo el nuevo día. Y fue al amanecer cuando empezaron a acudir muchas preguntas que habían quedado sin respuesta. Por qué, si de verdad me estaba ahogando, me sentía tan bien y, sobre todo, qué habría pasado de haber estado sola.

La claridad se había llevado el miedo y dejaba, en su lugar, el deseo de saber.

Había silencio a mediodía. Se escuchaba, agitado por los motores, el leve rumor del agua que sólo yo importunaba. No había brisa que agitara los árboles, y apenas el trinar de algún pájaro lejano llenaba bajo el sol la soledad del lugar.
Nadé, por la orilla, hasta el final. Respiré varias veces. Me agarré de la barra y me dejé hundir.

No hay forma de describir la sensación de aquel momento, salvo de paz absoluta. Estaba consciente. Me sabía bajo el agua. Y parecía ése un detalle de tan poca importancia que de nuevo me dejé llevar. No cabía en aquel espacio hueco alguno para las reglas de la biología. No había sentidos, ni razón, ni dolor. Sólo el dulce y eterno vaivén, y el lento y constante fluir de uno mismo, entre dos mundos paralelos.

Nadie había en la piscina. Tampoco en los alrededores.Nadie.Y no sabía cuánto tiempo llevaba en el agua.
¿Había muerto? Me asusté; tanto que yo misma decidí salir. Caminar hacia el recinto. Llegar donde hubiese más gente. Donde alguien me viera, me reconociera y me hablara. Necesitaba saber que era yo. Que seguía estando viva. Que no era un espectro.

Tardé varios días en volver a la piscina, y otros tantos en compartir lo ocurrido con mis hermanos. Almudena estaba fascinada, diría que encantada, con mi relato. Javi, en cambio, no dijo nada. Calló. Al menos hasta el día siguiente. Fue por la tarde, cuando estábamos a solas, cuando me confesó que a él le había pasado lo mismo. Había estado nadando y, al llegar al final, se había agarrado a la barra, igual que hiciera yo días atrás y, con total tranquilidad, se había sumergido. Afirmó que podría haber estado todo el día bajo el agua, de no ser porque una mujer, al rato, lo zarandeó por temor a que le hubiera pasado algo.

El hecho de compartir aquel suceso con mi hermano hacía lo ocurrido aún más asombroso; y me incitaba, esta vez en compañía, a probar de nuevo.Pero a veces los misterios existen para no ser descubiertos. Ni siquiera tuvimos ocasión de intentarlo.
Alguien le contó a mamá lo de la mujer y el muchacho que nos sacaron a Javi y a mí de la piscina. Mamá se alarmó muchísimo y nos prohibió volver a nadar solos.
A partir de entonces nos acompañaba en cada salida, e incluso entraba en el agua con nosotros. Luego acabó julio, y por fin regresamos a casa.
Nunca volvimos a aquel lugar. La residencia quedó, como quedan tantas cosas, sólo en nuestra memoria. Y sobre todo aquella piscina, que se dibujaba solitaria en mitad de la planicie.
A veces la recuerdo, aún con mi mente de niña, y me sumerjo entre sus aguas cuando quiero encontrar paz. La brisa sigue revoloteando entre las hojas, y mis manos, aferrándose a la barra, parecen querer mantener esa pequeña conexión con el mundo real.


Hoy en día, desde la sierra, se puede ver todavía un punto en mitad del valle. Es la residencia de verano. La gran residencia que, por aquél entonces, acogía a sus huéspedes en los meses de estío. Aún permanece en pie a pesar del tiempo. Conservando para siempre el misterio, en aquel lugar de Cogollos-Vega.

miércoles, 27 de enero de 2010

¿Catástrofe natural o catástrofe social?

Hace un par de semanas el mundo quedó conmocionado por la catástrofe de Haití. Tuvo que ser el país más pobre de América, precisamente, el que se viera sacudido por un fuerte terremoto. Y es que a veces la mala suerte parece tocar a quien menos la necesita. Desde entonces, han sido innumerables las muestras de solidaridad desde todos los puntos del planeta. Donaciones, conciertos benéficos y hasta voluntarios se han ofrecido para auxiliar a los damnificados; ayudas que han llegado al país caribeño desde organizaciones privadas y públicas, desde empresas y ciudadanos anónimos.

Todo esto, sin embargo, y a pesar de ser más que loables los esfuerzos desinteresados de millones de personas, llega demasiado tarde para las 150000 víctimas mortales. Lo voy a repetir porque a veces no se captan bien las ideas con una sola lectura: ciento cincuenta mil víctimas. No, no estoy hablando de coches, ni de almohadas, ni de malditos euros. Estoy hablando de personas. Gente. Con un nombre y un apellido. Con familia y con amigos con los que estar o charlar. Con allegados con los que pelearse y reconciliarse. Con las mismas rutinas de cualquiera: madrugar, hacer la compra o salir un viernes por la noche. Con sueños y con metas. Con habilidades y con torpezas. Lo dicho: gente.

Ahora puede que alguno se pregunte por qué estoy hablando de esas 150000 personas. ¿Acaso podríamos haber hecho algo antes de que el temblor sacudiese la tierra? ¿Es posible, quizá, predecir un terremoto o hacerlo al menos con la suficiente antelación para evacuar la zona? La respuesta a la segunda pregunta es evidente: no. La respuesta a la primera, me temo, es sí.

Es verdad que una catástrofe natural es, casi siempre, ajena a la obra del hombre; pero muy a menudo no lo son sus consecuencias. ¿O es menos cierto que las casas mejor construidas, aquéllas bien diseñadas y de fuertes cimientos, han resistido el seísmo sin mayores contratiempos? ¿Qué hubiera ocurrido si, en vez de una masificación de semi-edificios mal amontonados, Puerto Príncipe hubiese sido, en su totalidad, una ciudad con una buena planificación urbanística y demográfica? ¿Estaríamos hablando de ciento cincuenta mil muertes? Sinceramente, no lo creo.

Hay un hecho que me llama la atención, y es que un país tan pobre como Haití tenga que destinar parte de su producción nacional a pagar su deuda externa. Absurdo, ¿no? En mi caso he de decir que desconozco por completo el sistema, pero es evidente que si algo así sucede (y no sólo en Haití, sino en todos los países en vías de desarrollo) entonces es que hay algo que no funciona. Sólo ahora, después de la tragedia, se ha decidido condonar dicha deuda. ¿No les hubiera venido a los haitianos mucho mejor que se la condonaran antes? ¿No habrían podido de ese modo destinar sus recursos a estar mejor preparados para algo así? Ha tenido que sufrir el país la violencia de un gran terremoto para que llegue a tomarse una decisión que, en mi opinión, se debería haber tomado hace tiempo. Han tenido que temblar los cimientos de la tierra para que gran parte del mundo conociera por fin la desastrosa situación económica en la que se encontraba (y se encuentra) Haití. Sólo ahora, después de la desgracia, es cuando nos volcamos con ellos. Ahora, es cuando decimos: ¡Ayudémoslos, nos necesitan! Y brindamos con la hipocresía de llamarnos solidarios porque somos capaces de mover millones en divisas para auxiliar a un pueblo en la tragedia. Y seguimos utilizando la misma palabra –solidaridad-, que no es en realidad otra cosa que restituir en una pequeña parte aquello que no nos pertenece. Una palabra que, para ser sincera, me suena un tanto pretenciosa teniendo en cuenta los antecedentes de nuestras acciones (o ausencia de acciones) con ellos.

Gracias al terremoto de Haití, mucha gente ha empezado a ubicarlo en el mapa y a hablar de él. Dicen que de todo se aprende, así que quizá, y sólo quizá, estemos empezando a tomar nota para, en vez de esperar a que una catástrofe asole otras zonas, comencemos a aplicar medidas para evitar que, cuando ocurran, sean tan devastadoras. ¿O volverá a ser necesario que un volcán entre en erupción para que nos demos cuenta de que otras personas existen y de que necesitan ayuda?

domingo, 3 de enero de 2010

Baños del Carmen

El sol de primavera ilumina la barra del bar en su lento descenso hacia el crepúsculo. Abierto a la intemperie, son unas solitarias y viejas columnas decimonónicas las que delimitan sus fronteras, enmarcando la vista del mar. Erguidas en contra del tiempo parecen querer sostener el techo que ya no existe, y sus puertas, grandes y centenarias, persisten a pesar de haber perdido forma, brillo y función un siglo atrás.

La taberna está sentada frente a las rocas, donde alguien acaba de recoger unas sillas de plástico con la palabra Cruzcampo grabada en los respaldos. Ajenas a la historia que las vigila, guardan obedientes la posición corroídas por el salitre.

Un único camarero, parco en sonidos y pasos, va cancelando las cuentas a la escasa clientela de forma aleatoria. Coca-colas con hielo y tónicas se van apurando donde antes sólo había pescado frito, limonada y ajoblanco. Pero de eso nadie se acuerda.

Las conversaciones, difusas y monótonas, son engullidas por el cada vez más potente ronroneo de la marea, que cobra fuerza en la misma medida en que la luz se diluye.

Abajo, en la arena, una pareja recién casada posa feliz para su álbum. El mar, empapando sus pies desnudos y sus trajes de boda, insiste en recordarles la fragilidad de los ánimos y la levedad de la vida. Como telón de fondo, el antiguo balneario confiere al amor el erróneo atributo de atemporal.

Las sombras se alargan anunciando que ya es hora de ir buscando otros bares. La tarde va perdiendo cabida y el café clientes, conforme llega la noche. Nada parece cambiar en este rincón, salvo las propias personas, mientras se repliega en un espacio intacto y perenne.
En su estado primitivo, y vacío de visitantes, conserva la misma silueta que vieron antaño.

Una burda cadena oxidada sobre la verja antigua y quejumbrosa le pone fin a la jornada.

El balneario se cierra. Antes no se cerraba. Y se pregunta, acaso, qué llegará a ser, en otras vidas.


Antes      Ahora