lunes, 22 de marzo de 2010

Misterios de mi vida: misterio número 2

Ocurrió en el verano de 1985. Papá había muerto a principios de aquel año y, quizá como compensación, nos llevaron a pasar el mes de julio a una residencia. Pasillos eternos con literas en todas las habitaciones. Piscina en la planicie que se abría ante la fachada. Personal de animación. Deporte para los mayores y juegos para los pequeños. Un salón buffet enorme que nos reunía a todos los huéspedes en el desayuno, almuerzo y cena, y un pequeño bosque de pinos tras el inmenso bloque principal.

Llegamos una mañana de lunes, cálida y tranquila, mi hermano Javi, mi hermana Almudena y yo. Mamá, de luto riguroso, también nos acompañaba.

Nos asignaron una habitación, austera pero impoluta, con una litera y dos camas, y con salida a la gran terraza que comunicaba toda la planta. Desde allí, desde la gran baranda que circundaba el edificio, se veían, por un lado, las altas montañas de la sierra, todavía un poco nevadas y, hacia el otro, las llanuras del valle frondoso, y las pequeñas casas blancas de Cogollos-Vega, que nos saludaban al despertar.

Mamá se levantaba temprano. Acostumbraba a caminar por los alrededores antes del desayuno. Le gustaba respirar la humedad del rocío matutino y pasear entre la neblina del amanecer, antes de que el sol de verano inundara de calor las horas centrales del día.
Casi siempre llegaba acompañada por otros huéspedes, madrugadores como ella y, charlando, abría la puerta de la habitación para acabar de despertarnos. Luego nos vestíamos, un poco a regañadientes, y bajábamos al salón-buffet.
El resto del tiempo, fuera del horario de las comidas, era un estar o hacer que cada uno se administraba como quería.

Aquella mañana, mamá había decidido marchar a una salida programada; una visita a un pueblo cercano, de calles en cuesta e iglesia medieval. Javi y Almudena, por su parte, se apuntaron a clases de tenis; que gustosamente habría secundado de no ser porque mis bracitos de diez años apenas podían aguantar, siquiera unos minutos, el golpeo de la raqueta. Así fue cómo, sola y sin nada mejor en que ocuparme, me sucedió el segundo gran misterio de mi vida.

Me encontraba en la piscina. Apenas un par de huéspedes tomando el sol y un grupo de niños compartían conmigo agua, césped y hamacas. Yo estaba en la parte honda, haciendo como que nadaba, pero sin nadar realmente. Observaba a los otros niños, que jugaban a la pelota, en la parte más baja.

Desde mi extremo me agarraba a la barra. A mi seguro salvavidas que me evitaba caer al fondo. Contemplaba a los niños, compitiendo a grandes brazadas. Sumergiéndose y volviendo a respirar. A ratos, también, me observaba a mí misma. Miraba el fondo. El suelo claro y azul a través de las ondas transparentes. El silencio de mis manos bajo el agua. De mis pies suspendidos sobre la superficie de azulejos. Mi cuerpo de niña, flotando entre cristal.

Había calma. Una calma extraña y envolvente, que borraba todo alrededor. Nada existía, salvo yo y el agua. Salvo el sol de julio y el aire, muy leve, que agitaba las hojas. Entonces sentí paz, la más extensa y absoluta que se puede concebir. Y sin siquiera pensarlo, me agarré con mis manos al filo, y sumergí mi cabeza y mi cuerpo.

Estaba bien. Muy bien. Tan tranquila como en un sueño. Con mis ojos cerrados bajo el silencio. Nada era importante. Respirar no era importante. Mis pensamientos volaban lejos. Lejos de los otros niños. Lejos de mí. Mi cuerpo estaba detenido, en algún lugar entre el espacio y la nada. Entre el ajetreo de las voces, cada vez menos audibles, de las zambullidas y de los saltos, al otro extremo de la piscina.

Una mano me sacó del agua. Era un joven adolescente de edad similar a la de mi hermano. Me observaba preocupado. Me preguntó si estaba bien.
Yo le respondí con extrañeza. Jamás había estado tan bien en toda mi vida.

Los niños habían dejado de jugar y los adultos de tomar el sol. Todos me miraban. Entonces comprendí. ¿Cuánto rato había estado sumergida?

Lo único que se me ocurrió fue echar a correr camino de la residencia.


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Es curioso cómo, a veces, la claridad y las sombras pueden invertir los sentimientos.
Aquella noche tuve miedo. Miedo al recordar. En mi mente infantil, imaginaba que era así como morían los ahogados; sumergidos bajo el agua creyendo que, en realidad, aún estaban vivos.
Me veía a mí misma devorada por las aguas y rescatada, por una suerte que no supe aventurar, gracias a la mano de aquel muchacho.

Estos pensamientos me llevaron hasta la madrugada. La oscuridad dio paso a la luz y, por fin, trajo el nuevo día. Y fue al amanecer cuando empezaron a acudir muchas preguntas que habían quedado sin respuesta. Por qué, si de verdad me estaba ahogando, me sentía tan bien y, sobre todo, qué habría pasado de haber estado sola.

La claridad se había llevado el miedo y dejaba, en su lugar, el deseo de saber.

Había silencio a mediodía. Se escuchaba, agitado por los motores, el leve rumor del agua que sólo yo importunaba. No había brisa que agitara los árboles, y apenas el trinar de algún pájaro lejano llenaba bajo el sol la soledad del lugar.
Nadé, por la orilla, hasta el final. Respiré varias veces. Me agarré de la barra y me dejé hundir.

No hay forma de describir la sensación de aquel momento, salvo de paz absoluta. Estaba consciente. Me sabía bajo el agua. Y parecía ése un detalle de tan poca importancia que de nuevo me dejé llevar. No cabía en aquel espacio hueco alguno para las reglas de la biología. No había sentidos, ni razón, ni dolor. Sólo el dulce y eterno vaivén, y el lento y constante fluir de uno mismo, entre dos mundos paralelos.

Nadie había en la piscina. Tampoco en los alrededores.Nadie.Y no sabía cuánto tiempo llevaba en el agua.
¿Había muerto? Me asusté; tanto que yo misma decidí salir. Caminar hacia el recinto. Llegar donde hubiese más gente. Donde alguien me viera, me reconociera y me hablara. Necesitaba saber que era yo. Que seguía estando viva. Que no era un espectro.

Tardé varios días en volver a la piscina, y otros tantos en compartir lo ocurrido con mis hermanos. Almudena estaba fascinada, diría que encantada, con mi relato. Javi, en cambio, no dijo nada. Calló. Al menos hasta el día siguiente. Fue por la tarde, cuando estábamos a solas, cuando me confesó que a él le había pasado lo mismo. Había estado nadando y, al llegar al final, se había agarrado a la barra, igual que hiciera yo días atrás y, con total tranquilidad, se había sumergido. Afirmó que podría haber estado todo el día bajo el agua, de no ser porque una mujer, al rato, lo zarandeó por temor a que le hubiera pasado algo.

El hecho de compartir aquel suceso con mi hermano hacía lo ocurrido aún más asombroso; y me incitaba, esta vez en compañía, a probar de nuevo.Pero a veces los misterios existen para no ser descubiertos. Ni siquiera tuvimos ocasión de intentarlo.
Alguien le contó a mamá lo de la mujer y el muchacho que nos sacaron a Javi y a mí de la piscina. Mamá se alarmó muchísimo y nos prohibió volver a nadar solos.
A partir de entonces nos acompañaba en cada salida, e incluso entraba en el agua con nosotros. Luego acabó julio, y por fin regresamos a casa.
Nunca volvimos a aquel lugar. La residencia quedó, como quedan tantas cosas, sólo en nuestra memoria. Y sobre todo aquella piscina, que se dibujaba solitaria en mitad de la planicie.
A veces la recuerdo, aún con mi mente de niña, y me sumerjo entre sus aguas cuando quiero encontrar paz. La brisa sigue revoloteando entre las hojas, y mis manos, aferrándose a la barra, parecen querer mantener esa pequeña conexión con el mundo real.


Hoy en día, desde la sierra, se puede ver todavía un punto en mitad del valle. Es la residencia de verano. La gran residencia que, por aquél entonces, acogía a sus huéspedes en los meses de estío. Aún permanece en pie a pesar del tiempo. Conservando para siempre el misterio, en aquel lugar de Cogollos-Vega.

5 comentarios:

  1. Extraordinario, Paula, sencillamente extraordinario.
    Gracias a un twitteo de Jaime Gonzalo he podido sumergirme en esas palabras.
    Un saludo admirado.

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  2. Caramba, Fernando, acabo de colgarlo y no me esperaba opiniones tan pronto.
    Me alegra mucho que te haya gustado.
    Un afectuoso saludo.

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  3. Se sumerge uno, es cierto... Un abrazo, Paula.

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  4. JoseAngel, me da mucha alegría cada vez que te veo por aquí.

    Abrazos.



    Fly, hacía mucho que no charlábamos un poquito.
    En realidad el texto, a pesar de estar basado en un suceso real, es casi todo ficción.
    Por cierto que ya voy echando de menos una de esas frases tuyas, ácidas y ocurrentes, que consiguen hacerme sonreír.

    Besitos.

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  5. Hola Paula, pronto estare por aqui unos problemillas con los alegres defensores de la ley me mantienen ocupado, nada grave solo cosas de abogados y papeleos.

    Un besito, para un milagro de la genetica malagueño.

    Flywheel

    NOTA: En breve comenzaremos con las frases acidas. He colgado algo en el blog, pasate si tienes tiempo.

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