domingo, 8 de agosto de 2010

Excursión al lago Langano

Un grupo de españoles y un par de etíopes, en una destartalada furgoneta alquilada y su conductor, viajábamos camino del lago Langano, a unos 190 kilómetros al sur de Addis Abeba. Cinco horas de ida y cinco de vuelta merecerían la pena para las tres o cuatro que permanecimos allí. Y todo a pesar del empeño de quien conducía de llevarnos al estilo local (con más intuición que prudencia), por una carretera de un carril para cada sentido que, aunque bien asfaltada, soportaba un incesante tráfico de camiones que iban y venían al margen de nuestra presencia. Los adelantamientos, ya peligrosos a plena luz por la escasa visibilidad sobre los camiones que pudieran venir de frente, y a demasiada velocidad, saltaban vertiginosamente de categoría hasta alcanzar el término suicida cuando veníamos de regreso, de noche, lloviendo (incluso dentro de la furgoneta), compartiendo carretera y no necesariamente sentido de la marcha, con vehículos que definitivamente no habrían pasado la Itv en España en lo que a iluminación se refiere. No quisiera pensar en el resto de la revisión como motor, ruedas y frenos.

El paisaje que íbamos descubriendo coincidía en gran parte con lo que la televisión y el cine nos tiene acostumbrados respecto a África. Se nos abrían planicies de suelo infinito en suaves y armoniosos tonos tierra, manchados de verdor reciente y húmedo, tanto cerca como lejos, y esos inconfundibles árboles solitarios en mitad de la llanura, como colocados para construir el perfecto horizonte.

A ratos, aquí o allá, aparecían por el borde de las vías algunos caminantes guiando a su ganado (cuatro o cinco reses a lo sumo), que parecían repetirse, como la llanura y los árboles, cada tantos kilómetros. Es interesante sin embargo recordar, que a pesar del largo trayecto y de lo monótono de las vistas, no era un viaje aburrido.

Divisamos, casi a la hora de almorzar, el lago. El gran lago Langano. Un gigante. Una masa que se perdía hasta caer al otro lado del mundo. Pensé que sería sin duda un punto destacado en los mapas de África; error que comprobé días más tarde, pues ni siquiera se mencionaba, empequeñecido y desplazado por los verdaderos protagonistas de su geografía, que no llegamos a visitar, y que no llego a imaginarme.

El contraste, una vez allí, en los colores y franjas de aquella visión, era sorprendente. En la orilla, salvando los cuarenta o cincuenta metros de arena áspera, gris y amarilla, habitaba un bosque disperso y verdísimo, que terminaba en una colina empedrada, limitando las vistas a nuestra izquierda. Delante, el lago. Marrón, o mejor café con leche, parecía confundirse en el horizonte con un cielo que iba perdiendo su azul a medida que se acercaba al suelo. Y por encima de nosotros, justo encima y hacia la derecha, un banco de nubes amenazando con romper el claro de sol. El sol más directo y perpendicular al suelo que jamás he visto, y el de luz más intensa.

Nos respetaron sin embargo las nubes, pues no cayó una sola gota mientras estuvimos allí. Ni siquiera en el paseo en barca, armatoste de suave traqueteo con murmullo arrullador de motor viejo pero constante, guiado por su patrón (casi tan viejo como la barca), que nos mecía suavemente sobre el agua compacta y opaca y que acabó, como era de esperar, por dormir bajo aquel calor a las tres cuartas partes de los visitantes que subimos a la barcaza.

Fulminados llegaron a la orilla todos los niños (los primeros en caer), la mayor parte de los adultos de nuestro grupo, y todos menos uno de los orientales (seguramente japoneses) que nos encontramos haciendo turismo, al igual que nosotros, en aquel recóndito lugar.

Los lugareños, algunos bañándose en aquel mar de barro acuoso, o bailando y riendo en grupos en la orilla, no parecían hacernos mucho caso. Otros, o mejor otras, lavaban (si es que algo se podía limpiar en aquel líquido opaco) montones de ropas y telas bajo las turbias aguas y las tendían entre las rocas.

Nosotros, después del paseo y las indispensables fotos, y tras recuperarnos de la imprevista siesta en la barcaza, conseguimos que nos sirvieran, a destiempo, una buena comida tipo italiana en el único restaurante cercano, de amplios espacios y terraza, con vistas al lago.

Una vez fuera, después de los postres y para aprovechar los minutos que nos quedaran antes de tomar el camino de vuelta, nos sentamos a la sombra generosa de los lindes de aquel lugar, observando, saciados y tranquilos. Las mujeres que lavaban ya recogían las prendas, secadas bajo las horas de luz vertical. Los que antes bailaban yacían serenos, como nosotros, masticando hojas de chat. Otros, los menos, seguían nadando.

2 comentarios:

  1. Espero que este relato sea ficción también. Qué peligro, ir a África de vacaciones. Además te pueden entrar crisis de identidad. Te recomiendo que no vuelvas.

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  2. jajaja! Esta vez, el relato es veraz de la primera a la última palabra.
    He de confesarte que, en el viaje de vuelta, varias veces pensé seriamente que no llegaríamos a Addis (ni a ningún otro lugar).

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