miércoles, 27 de enero de 2010

¿Catástrofe natural o catástrofe social?

Hace un par de semanas el mundo quedó conmocionado por la catástrofe de Haití. Tuvo que ser el país más pobre de América, precisamente, el que se viera sacudido por un fuerte terremoto. Y es que a veces la mala suerte parece tocar a quien menos la necesita. Desde entonces, han sido innumerables las muestras de solidaridad desde todos los puntos del planeta. Donaciones, conciertos benéficos y hasta voluntarios se han ofrecido para auxiliar a los damnificados; ayudas que han llegado al país caribeño desde organizaciones privadas y públicas, desde empresas y ciudadanos anónimos.

Todo esto, sin embargo, y a pesar de ser más que loables los esfuerzos desinteresados de millones de personas, llega demasiado tarde para las 150000 víctimas mortales. Lo voy a repetir porque a veces no se captan bien las ideas con una sola lectura: ciento cincuenta mil víctimas. No, no estoy hablando de coches, ni de almohadas, ni de malditos euros. Estoy hablando de personas. Gente. Con un nombre y un apellido. Con familia y con amigos con los que estar o charlar. Con allegados con los que pelearse y reconciliarse. Con las mismas rutinas de cualquiera: madrugar, hacer la compra o salir un viernes por la noche. Con sueños y con metas. Con habilidades y con torpezas. Lo dicho: gente.

Ahora puede que alguno se pregunte por qué estoy hablando de esas 150000 personas. ¿Acaso podríamos haber hecho algo antes de que el temblor sacudiese la tierra? ¿Es posible, quizá, predecir un terremoto o hacerlo al menos con la suficiente antelación para evacuar la zona? La respuesta a la segunda pregunta es evidente: no. La respuesta a la primera, me temo, es sí.

Es verdad que una catástrofe natural es, casi siempre, ajena a la obra del hombre; pero muy a menudo no lo son sus consecuencias. ¿O es menos cierto que las casas mejor construidas, aquéllas bien diseñadas y de fuertes cimientos, han resistido el seísmo sin mayores contratiempos? ¿Qué hubiera ocurrido si, en vez de una masificación de semi-edificios mal amontonados, Puerto Príncipe hubiese sido, en su totalidad, una ciudad con una buena planificación urbanística y demográfica? ¿Estaríamos hablando de ciento cincuenta mil muertes? Sinceramente, no lo creo.

Hay un hecho que me llama la atención, y es que un país tan pobre como Haití tenga que destinar parte de su producción nacional a pagar su deuda externa. Absurdo, ¿no? En mi caso he de decir que desconozco por completo el sistema, pero es evidente que si algo así sucede (y no sólo en Haití, sino en todos los países en vías de desarrollo) entonces es que hay algo que no funciona. Sólo ahora, después de la tragedia, se ha decidido condonar dicha deuda. ¿No les hubiera venido a los haitianos mucho mejor que se la condonaran antes? ¿No habrían podido de ese modo destinar sus recursos a estar mejor preparados para algo así? Ha tenido que sufrir el país la violencia de un gran terremoto para que llegue a tomarse una decisión que, en mi opinión, se debería haber tomado hace tiempo. Han tenido que temblar los cimientos de la tierra para que gran parte del mundo conociera por fin la desastrosa situación económica en la que se encontraba (y se encuentra) Haití. Sólo ahora, después de la desgracia, es cuando nos volcamos con ellos. Ahora, es cuando decimos: ¡Ayudémoslos, nos necesitan! Y brindamos con la hipocresía de llamarnos solidarios porque somos capaces de mover millones en divisas para auxiliar a un pueblo en la tragedia. Y seguimos utilizando la misma palabra –solidaridad-, que no es en realidad otra cosa que restituir en una pequeña parte aquello que no nos pertenece. Una palabra que, para ser sincera, me suena un tanto pretenciosa teniendo en cuenta los antecedentes de nuestras acciones (o ausencia de acciones) con ellos.

Gracias al terremoto de Haití, mucha gente ha empezado a ubicarlo en el mapa y a hablar de él. Dicen que de todo se aprende, así que quizá, y sólo quizá, estemos empezando a tomar nota para, en vez de esperar a que una catástrofe asole otras zonas, comencemos a aplicar medidas para evitar que, cuando ocurran, sean tan devastadoras. ¿O volverá a ser necesario que un volcán entre en erupción para que nos demos cuenta de que otras personas existen y de que necesitan ayuda?

domingo, 3 de enero de 2010

Baños del Carmen

El sol de primavera ilumina la barra del bar en su lento descenso hacia el crepúsculo. Abierto a la intemperie, son unas solitarias y viejas columnas decimonónicas las que delimitan sus fronteras, enmarcando la vista del mar. Erguidas en contra del tiempo parecen querer sostener el techo que ya no existe, y sus puertas, grandes y centenarias, persisten a pesar de haber perdido forma, brillo y función un siglo atrás.

La taberna está sentada frente a las rocas, donde alguien acaba de recoger unas sillas de plástico con la palabra Cruzcampo grabada en los respaldos. Ajenas a la historia que las vigila, guardan obedientes la posición corroídas por el salitre.

Un único camarero, parco en sonidos y pasos, va cancelando las cuentas a la escasa clientela de forma aleatoria. Coca-colas con hielo y tónicas se van apurando donde antes sólo había pescado frito, limonada y ajoblanco. Pero de eso nadie se acuerda.

Las conversaciones, difusas y monótonas, son engullidas por el cada vez más potente ronroneo de la marea, que cobra fuerza en la misma medida en que la luz se diluye.

Abajo, en la arena, una pareja recién casada posa feliz para su álbum. El mar, empapando sus pies desnudos y sus trajes de boda, insiste en recordarles la fragilidad de los ánimos y la levedad de la vida. Como telón de fondo, el antiguo balneario confiere al amor el erróneo atributo de atemporal.

Las sombras se alargan anunciando que ya es hora de ir buscando otros bares. La tarde va perdiendo cabida y el café clientes, conforme llega la noche. Nada parece cambiar en este rincón, salvo las propias personas, mientras se repliega en un espacio intacto y perenne.
En su estado primitivo, y vacío de visitantes, conserva la misma silueta que vieron antaño.

Una burda cadena oxidada sobre la verja antigua y quejumbrosa le pone fin a la jornada.

El balneario se cierra. Antes no se cerraba. Y se pregunta, acaso, qué llegará a ser, en otras vidas.


Antes      Ahora