miércoles, 20 de mayo de 2009

Ocaso

El barreño de plástico rojo, rebosante de ropa húmeda, pesa más de lo que debiera. Trasladarlo del lavadero hasta el poyete del tendedero se ha convertido en una prueba de resistencia. ¿Desde cuándo? No lo recuerdo. Todo ha sido progresivo. Pausado pero implacable.
Tengo que descansar, unos instantes, antes de empezar a tender. Ahora es cuando mis manos comienzan a quejarse al contacto con el frío y la humedad. Es algo a lo que uno se habitúa, el dolor. Lo que no quiere decir que sea más soportable sino que llega un momento en el que te das cuenta de que algunas cosas son inevitables, como tu propia e individual degeneración. Y te resignas.
Cierro la ventana para ahuyentar el viento de enero y los malos augurios. En la casa hay silencio pero hace tiempo que no lo escucho. Recuerdo… me gusta recordar cuando Maribel me traía sus niños. Pequeños rufianes que me volvían loca. Eran como un soplo de vida para mi alma decrépita. Hace mucho que no los veo. Se me ocurre que en el ocaso de la existencia uno comienza a vivir más desde los demás que desde uno mismo. Incapaces de crear propias experiencias, cogemos prestadas las ajenas, como quien vive la historia del libro que lee.
Camino hasta la cocina y guardo el barreño en el armario. Una de las puertas ha comenzado a desvencijarse en solidaridad con su dueña. Nadie va a venir a arreglarla. Tampoco haría falta. Qué más da una puerta. Un grifo que gotea. Una pared que se desconcha. Qué más da. Cuando uno llega a estas edades deja de ver esas cosas.
Cojo las patatas que compré a mediodía y con el cubo de la basura delante me siento para pelarlas. Esta es otra historia, sentarse. Cada vértebra me hace un reproche, una regañina por los excesos de mi juventud. En aquella época no protestaban tanto.
Conforme voy pelando me acuerdo de Domingo y de sus gustos para la tortilla de patatas. Muy hecha, con el huevo bien cocido y la cebolla bien dorada. Casi no me doy cuenta, pero he pasado tanto tiempo cocinando para él que ahora que no está no sé hacerlo para mí. Acabé, por así decirlo, por tener sus mismos gustos. Y ahora ni siquiera se me apetece preguntarme cómo me gusta a mí, realmente.
He pelado demasiadas, como siempre. Y como siempre guardaré las sobras en el frigorífico. Y como siempre mañana me olvidaré de revisar la comida que tengo guardada y volveré a comprar para el almuerzo.
Me hacen bien, sin embargo, estos vacíos en la memoria que me obligan a salir. Qué sería de mí si no lo hiciera. Maribel me lo recuerda cuando viene, que salga, cada día, aunque ella cada vez viene menos. No puedo reprochárselo. Es joven, lo que significa que le sobran fuerzas y le faltan ganas para visitar a una vieja. Yo tampoco lo haría si estuviera en su lugar. Si estuviera en su lugar… qué haría. Es curioso, pero ahora que lo pienso, no me arrepiento de nada de lo que he hecho, ni siquiera de aquello en lo que pude equivocarme. Y sin embargo, y quizá sólo sean caprichos de esta mente caduca, sí me lamento por lo que dejé escapar. Por aquello que no aproveché.
Almuerzo sola en compañía del televisor. Sintonizo un programa que ponen sobre esta hora que me gusta mucho. Salen mujeres, algunas casi de mi edad, buscando marido. Qué gracia me hacen. Lo mejor de todo es que algunas hasta lo encuentran. Yo ya no estoy para estas tonterías.
Recojo la mesa y deambulo hasta la cocina nuevamente. Mis idas y venidas por la casa se asemejan más a una penitencia que al paso cotidiano de los quehaceres. De fondo, se siguen escuchando las risas que salen desde el plató y llegan hasta mi salita. Me acompañan en mis tardes solitarias. Friego los platos, intentando ignorar nuevamente el agua sobre mis articulaciones desgastadas, limpio la cocina y vuelvo a la salita, y me siento frente al televisor en un sillón reclinable que me trajeron Maribel y su marido poco después de la muerte de Domingo. Es lo más nuevo que hay en la casa. Tiene una zona acolchada, en la parte de los pies, que se alza para tumbarse, pero como no sé abrirla, nunca la uso.
Me gustaría coger un libro y leer algo, pero fijar la vista en esas cositas tan pequeñas me cansa demasiado. Antes lo intentaba. Ya no. Ahora acaba el programa y comienza un documental de viajes. Me gustan estos documentales. Salen gentes muy lejanas, aguas muy azules, pueblos de colores que ya jamás visitaré. Mientras el narrador, un joven que tendrá los mismos años que Maribel, va mostrando las calles de una ciudad, el sol se abre camino a través de mi ventana. Con sigilo, comienza a calentar mis huesos. Con el sonido de fondo del joven viajero voy cerrando los ojos, intentando reposar el cansancio de muchos años en una sola siesta de invierno. Cuando despierte ya estará atardeciendo. Quizá llame Maribel, y si no llama, quizá planche un poco. Me entretendré en hacer la cena. Me quitaré esta ropa y me pondré el pijama. Cuando anochezca vendrá Javier, un muchacho que vive en el tercero, para bajar, como cada día, mi bolsa de basura a cambio de un euro. Y cuando se marche me iré a dormir. Asentaré mi cuerpo en mi mitad del lecho, respetando aún el hueco vacío de Domingo. Pondré su radio en mi mesita para que me hable mientras duermo. Pero antes un pensamiento. Un ruego y una oración. Por Maribel y su marido. Por mis nietos. Por mis padres, mis hermanos y por Domingo, que ahora está con ellos. Y por mí misma, para que me los encuentre, cuando quiera Dios que sea que vuelva a verlos.

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