lunes, 16 de febrero de 2009

Pasteles

Una bandeja de pasteles apoyada sobre la mesa.
El surtido es sugerente. Completo. Exquisito.
El niño duda, sólo un instante, y se decide por el enorme trozo de tarta con cobertura de chocolate y fresa.
La madre, enfrente de él, sabe porqué lo ha elegido. Ha sido el muñeco de nieve de azúcar, coronando el pastel.
Sabe que no se lo comerá entero. Es demasiado grande.
Vacila por un momento, y decide callar. Sabe que habrá pelea y hoy no quiere discutir.
Ella mira la bandeja. Hay tiramisú, de mousse cremoso y espolvoreado con polvo de chocolate. Cremas de frutas, rematadas de moras silvestres y finas hojas verdes. Rollito de moka y almendras, tarta de ciruelas con crema tostada. Hay de coco, de manzana, de plátano con buñuelos... La elección es difícil.
Hace un amago de coger uno, pero retrocede. No debería elegir uno grande. Hay que mantener la línea.
Quizá uno de los pequeños. O ninguno.
No. Por lo menos uno pequeño. A saber cuándo volverían a ponerle por delante postres tan deliciosos.
El camarero espera. Ella alarga la mano y coge el diminuto pastelillo de kiwi, adornado con tres líneas de chocolate y un trozo de castaña glaseada.
Lo deposita en su plato. Apenas tiene el tamaño de un canapé. Observa su minuciosa confección, antes de saborearlo en dos bocados. El pastel no daba para más. Mira a su hijo, que ya ha devorado al muñeco de nieve y ahora está dando buena cuenta del chocolate, esquivando la fresa y la crema entre los trozos de bizcocho.
Cuando ya no queda nada del dulce baño espeso de cacao que lo cubría, el niño se levanta, feliz y satisfecho, aún mirando de reojo su plato, al que dejó como si un grupo de guerreros diminutos hubiera asaltado la fortaleza marrón y arrancado su tesoro exterior. Se limpia toscamente con la servilleta y se dirige corriendo al tobogán.
La madre lo ve alejarse. Mira el plato de su hijo. Las ruinas que quedaron después del ataque. Luego mira su propio plato. Sólo una pequeña mancha verdosa le indica que allí hubo un pastelillo que ya ha sido consumido. Vuelve a mirar a su hijo. Lo ve subir las escaleras y deslizarse, abandonado, por la fuerza de la gravedad que lo transporta hasta el suelo. Salta. Se pone en pie. Escala por el tobogán en sentido inverso. Se vuelve a deslizar. Ahora sube de nuevo por las escaleras, ajeno ya a la comida y a su madre. Ella baja los ojos y vuelve a contemplar la mesa, y se pregunta, apenada, en qué momento de su vida perdió la capacidad de disfrutar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario